Madre no hay más que una, y el cariño, la dulzura y la paciencia de la nuestra no se compara a nada ni nadie. Porque las madres están cargadas de cosas buenas: lo saben todo y pueden con todo, les da tiempo a trabajar y a cuidar su hogar, nos miman y a la vez nos educan, saben reírse de la vida aunque estén llorando de dolor por dentro, sus consejos perduran por siempre (siempre aciertan) y sobre todo: no hay antídoto más potente contra todos los males, que el amor de una madre.
Desde que nacemos no existe vínculo mayor que el que tenemos con la mujer que nos ha llevado 9 meses en sus entrañas. Conocemos sus latidos, su voz, sus caricias, quizá por eso, estar junto a ella nos tranquiliza. ¡Y es que nadie más que nosotros tuvo la fortuna de poder escuchar su corazón desde dentro!, y qué a gusto debíamos de sentirnos allí dentro, mmm…, ¿verdad?
A medida que cumplimos años, pasamos por muchas etapas; unas veces dependemos de nuestra madre para casi todo, otras nos rebelamos y queremos ser independientes, otras la menospreciamos y le damos malas contestaciones, otras le pedimos ayuda y consejo… pero hay algo que nunca cambia: ella es firme y constante en su amor hacia nosotros. Nada hace que una madre deje de querer a sus hijos, es como una fuerza sobrenatural. Otras veces la extrañamos tanto que el dolor nos deja desvalidos, ¡cuánto daríamos muchos por volver a abrazarla aunque fuera un instante!
Pero hasta que no nos convertimos en madres no sabemos, ni siquiera podemos remotamente imaginarnos lo que ella ha sentido por nosotros todo este tiempo y es quizás en ese momento, cuando valoramos verdaderamente todo lo que ella ha hecho por nosotros, con amor, entrega y generosidad, sin esperar nada a cambio y por el simple hecho de que nos dio la vida y estaría dispuesta a dar la suya una y otra vez por nosotros.
Todas las madres son especiales, pero para cada uno la suya es única. Tenemos la obligación moral de cuidar y amar a la nuestra porque cuando la veamos hacerse mayor, y lo que es peor, cuando no esté con nosotros, nadie en el mundo podrá llenar ese hueco y nadie nos querrá jamás como lo hizo ella.
Las abuelas somos triplemente bendecidas, pues tenemos la suerte de haber tenido una madre maravillosa que ha servido de ejemplo y cariño, unos hijos a los que cuidar, enseñar y proteger y unos nietos a los que amar sin medida.
Así que hoy, en recuerdo a las madres que ya no están, a las que siguen luchando cada día por su familia y a las que lo serán algún día ¡Muchas felicidades! Porque, efectivamente, madre no hay más que una… (y como la mía, ¡ninguna!)