Una historia de velocidad, clase y despilfarro

No hay apenas marcas que puedan asemejarse a Aston Martin o que puedan representar un correlato de su significado en el mundo del automovilismo deportivo. Ferrari sería demasiado obvia y Lamborghini demasiado estridente. A Porsche le faltaría su esmalte nobiliario. Jaguar carecería de su identidad artesanal y Bugatti tiene una historia demasiado quebrada para poder equiparse a la ruinosa flema con la que el fabricante inglés ha soportado 40 años de pérdidas.

Eso sí, como casi todas las casas míticas de coches, tiene la riqueza de un pasado romántico y el lustre de sus años elegantes. Para empezar, se fundó en el desacertado año de 1914, fruto de la asociación entre Lionel Martin –un ejemplo clásico de corredor de los tiempos pioneros que se implicó en la fabricación de coches- y Robert Bamford, pero su primer prototipo no pudo producirse por la Primera Guerra Mundial, su alistamiento en el ejército y la venta obligada de su maquinaria.

Acabado el conflicto, lo reintentaron en una nueva sede y se centraron en la producción de modelos para carreras y records de velocidad. Y durante esos años asentaron dos de las características más persistentes de Aston Martin: la exclusividad propia de un trabajo que se hacía de forma casi manual (de sus talleres salían muy pocos coches con dirección a la compra particular) y las dificultades financieras crónicas. De hecho, tras varias intentonas de mecenazgo, la venta de la empresa y sucesivas bancarrotas, Martin bajó la puerta del taller y abandonó en 1926.

Pero de algún modo u otro, la semilla había germinado y un grupo de adinerados inversores decidió que merecía la pena reflotar una marca que había adquirido prestigio en los círculos de iniciados del motor.

En un mundo tan joven, las incipientes leyendas cotizaban al alza y bajo la batuta del ingeniero August Bertelli –que gustaba incluso de conducir sus propios coches en carrera- llegaría la primera etapa de esplendor. Sus coches sobresaldrían en circuitos como el de Le Mans y dominaría en otras competiciones nacionales, un hecho que auparía a Aston Martin a la reducida élite de los llamados grandes turismos y que convertiría sus modelos en objeto codiciado por los coleccionistas. Fue así como en 1936 se impondría una nueva lógica industrial: orientar la producción al mercado en lugar de a la competición. Sin embargo, hasta el estallido de la Segunda GuerraMundial, el ritmo de expedición seguiría siendo muy bajo y no llegarían a mil los afortunados que pudieron adquirir uno. Esas series, identificadas por las iniciales LM, siguen siendo hoy uno de los hitos de la era primeriza del automovilismo.

No obstante, habría que esperar a la vuelta de la guerra para que Aston Martin consolidara su prestigio, fortaleciera su estructura con la adquisición de competidoras como Tickford y Lagonda y se convirtiese en sinónimo de la esbeltez, sobriedad y refinamiento británico con el conjunto de modelos llamados DB en honor al artífice de esta nueva etapa, David Brown. Sería entonces cuando Aston Martin se encontrase con otro icono de lo quintaesencialmente ingles: James Bond. La montura plateada del espía más famoso del mundo en películas como Goldfinger consolidaría definitivamente la imagen de hedonismo con clase y aventurerismo distinguido que la marca ha conservado desde entonces.

Si bien es necesario decir que algo enmohecida durante algo más de cuatro décadas. Porque tras el último año de beneficios en 1962 y la antedescrita apoteosis 007 de 1963 vendría una resaca que comportaría nuevos periodos de inestabilidad, tumbos en la dirección y varios heroicos pero a la postre frustrados intentos de recuperar el viejo aura de deportivo fuera de clase.

Habría que esperar hasta su penúltima reencarnación a principios del nuevo siglo, cuando ya como parte del conglomerado Ford se produjeron en Aston Martin signos esperanzadores de resurgimiento. El lanzamiento de nuevos modelos, la producción de un volumen de ellos mayor que el de costumbre o el primer año sin números rojos fueron signos de que las tornas volvían a cambiar. Sin embargo, nada representa esta nueva era de de forma más simbólica que dos hechos: la vuelta de Bond en su última película y la decisión de volver a los circuitos de Le Mans.

Y es que nuevamente operada por un grupo independiente que compró la marca en subasta, Aston Martin quiere hacer reverdecer sus nunca del todo marchitos laureles. Aunque, como no podía ser de otro modo,  sobre su futuro penda todavía la espada de Damocles de sus siempre quebradizas finanzas.

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