Un kleiner schwarzer, por favor

Locales con una inigualable solera, cuna de muchas de las grandes expresiones literarias, científicas y políticas del siglo XIX y XX, hogar de todos y de nadie: el café vienés merece por sí mismo un viaje.

En su delicioso librito, La idea de Europa, George Steiner defiende que una de las singularidades que han conformado el viejo continente es el establecimiento del café, porque ese ha sido nuestro principal espacio de sociabilidad y de circulación de tantas ideas importantes y formas de relación distintivas. Y si esa idea nos convence, deberemos conceder a Viena el reconocimiento de corazón de esa particular cultura. En ningún lugar del mundo –que nos perdonen París, Trieste, Lisboa, Roma o Praga, por no hablar de ciudades como Lvov o Madrid que se dejaron arrebatar ese tesoro- la Kaffeehaus, como es llamada en alemán, alcanza la importancia que tiene en la capital austriaca.

Ironías de la historia: el vienés encontró el acicate o excusa para reafirmarse en su carácter conversador y diletante en un “regalo” de su implacable enemigo, el Imperio Otomano. Aunque parece que la leyenda de un espía que en 1683 rompió el cerco turco y robó unos sacos de la negra semilla para expedir los primeros cafés es sólo un embellecimiento romántico de esa extraña simbiosis.

Sea como fuere, en el umbral del siglo XX, la nómina de cafés de Viena era impresionante, como lo era también su clientela y las actividades que en ellos desempeñaban. Utilizado como tertulia y lugar de encuentro y esparcimiento, pero también como refugio, gabinete de escritura y hasta despacho (el poeta Peter Altenberg se hacía enviar la correspondencia allí), por sus mesas pasaron varias de las más brillantes mentes de la cultura centroeuropea. Y aunque eran frecuentes las promiscuidades, cada círculo intelectual o artístico tenía su favorito. Por ejemplo,  el Museum era la guarida de pintores secesionistas como Klimt, Schiele y Kokoscha, elGriensteidl de Michaelerplatz era el predilecto de Hugo von Hofmannstahl y Arthur Schnitzler y el Herrenhof lo concurrieron Hermann Broch, Franz Werfel, Robert Musil o Joseph Roth.
Ni tan siquiera la II Guerra Mundial, que apenas rozó Austria, y la posterior ocupación aliada, pudo liquidar el prestigio de esa institución, que como en el caso del Café Hawelka seguía en 1955 alojando a autores como Von Dorerer o Friedrich Torberg.

No obstante, el cambio de usos sociales, de los modos de entretenimiento y la irrupción de las modernas y asépticas cafeterías y snack-bar comprometió su supervivencia. Algunos señeros cerraron sus puertas y otros cambiaron su orientación. Pero pese al dramático nombre que recibieron esos años de reconversión (Kaffeehaussterben, o sea, muerte de los cafés) la catástrofe no llegó a ser general y también permanecieron abiertos algunos de los más simbólicos, capeando el temporal y esperando nuevos años de bonanza, que la entrada de Viena en el circuito del turismo y la renovación del interés por su papel cultural ha precipitado en los últimos años.

Y así es que hoy sigue siendo posible entrar en muchos de ellos, reproducir el ritual de sentarse en una de sus elegantes mesitas, pedir al señorial camarero una de las muchas posibilidades que ofrece la carta y acaso también alguno de los sabrosos bollos y pasteles de acompañamiento, y disfrutar del ambiente relajado, confortable, algo suspendido, cálido pero no excesivamente confianzudo, que se encuentra bajo sus techos. Esos mismos que a tenor de Steiner son el sanctasanctórum de Europa.

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