Por los senderos del Tour de Francia

Aubisque, Alpe d’Huez, Puy de Dome…quien al escuchar estos nombres no sienta un pellizco instantáneo de emoción y ráfagas de imágenes no inunden su cabeza es que todavía no se ha aficionado a la más hermosa y épica de las competiciones deportivas: el Tour de Francia.

Formadas por plegamientos y corrimientos de escala titánica en la Era Terciaria y cinceladas a golpe de pedal por los “forzados de la ruta”, la más certera de las metáforas que han descrito a los ciclistas. Las montañas que forman los Pirineos, los Alpes, el Macizo Central y hasta algunas periféricas de Los Vosgos han sido el escenario de más de cien años de proezas y de hazañas en el límite de lo humano, ahora tan tristemente en entredicho por la perversión del dopaje.

Para cicloturistas, senderistas o simples aficionados que suban en coche, la experiencia de ascender esos puertos míticos tiene algo de peregrinación: Peyresourde, Aspin o Tourmalet, el círculo de la muerte de los Pirineos, esa cordillera que Christian Laborde evocó tan atinadamente “Dios, que ha creado el cielo y la tierra, las chicas y los árboles frutales, no ha erigido los Pirineos para separar Francia de España como nos decían los maestros apuntando con su larga regla sobre el mapa colgado en la pizarra, sino para distinguir a los escaladores del resto del pelotón.”

Curvas y revueltas con vertiginosos desniveles que en su día han coronado con éxito los Anquetil, Merckx, Van Impe, Delgado, Indurain y también ese grupo más modesto de gregarios y segundones imprescindibles para la suerte de la carrera.
Viajando en sentido contrario a las agujas del reloj (que según la edición de la ronda gala discurre en esa dirección o en la opuesta) nos encontramos con la terrible avanzadilla de los Alpes: el Mont Ventoux, el durísimo puerto de cima desolada y batida por los vientos, y alma máter del alpinismo por cuanto Petrarca ya trepara hasta ella en 1336 sólo por el gusto de tener buenas vistas. El Gigante de la Provenza, como lo llaman los lugareños, hace presentir ya el festival de cumbres alpinas que se avecina: Pra-Loup, Izoard, Alpe d’Huez o la insuperable mole del Galibier. Y ya rebasando la frontera con Italia, el Sestriere, allí donde Fausto Coppi y Gino Bartali escribieran una de las páginas más bellas de la rivalidad deportiva.

Hoy, a medio camino de la nostalgia por la época romántica y de la esperanza por un futuro limpio de sospechas y oscuras maniobras, la afición es lo mejor que le queda al ciclismo. Esa que cada año se congrega en las carreteras, reproduce el ritual de esperar el paso de la serpiente multicolor y convive en una especial comunión en las laderas de algunos de fabulosos y escarpados parajes que cualquier viajero que se precie debería transitar. Escuchar sus muchas lenguas, probar sus comidas, conocer sus historias y, si se tercia, pasar a formar parte de la familia de incansables forofos de la más hermosa y épica de las competiciones deportivas.

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