Pepitas de oro negro

Los bombones son un regalo recurrente, siempre bien agradecido (menos por lo que son puestos a prueba en su dieta) y que tiene muy pocos detractores. Una cortesía óptima para huéspedes y un recurso siempre seguro si se quiere hacer un presente a personas que conocemos poco. Quizá esa condición de pequeño capricho, que puede consumirse al gusto y posibilidades de cada uno, unido el fatal atractivo del cacao para la mayoría de los mortales, está la clave de su éxito.

De bombones hay de todos los precios o categorías. Por precios razonables se pueden encontrar cajas surtidas muy pintonas. Pero si uno quiere irse a la alta gama, tampoco encontrará dificultades.

En esta especialidad son merecidamente conocidos los maestros chocolateros belgas. De entre ellos acaso sobresalga la casa de Pierre Marcolini. Su excelencia tiene pocos parangones y su exploración de nuevas combinaciones y sabores hace que sean una fuente de continuas satisfacciones para el goloso. Pero nos son los únicos apreciados por los especialistas: LeonidasNeuhaus o Godiva ofrecen otras tantas tentaciones que en nuestra era digital, además, ya no sólo turban a quienes recalen en Bruselas, Gante o Lieja, sino que pueden ser adquiridas por Internet.

Suiza es el otro gran polo de atracción para los amantes del oro negro. De allí proceden los celebrados e internacionalmente reconocidos Lindt and Sprungli. Pero también esconde otras delicias más recónditas. Teuscher se ha ganado un lugar en el corazón de los chocolateros con sus pralinés y sus trufas surtidas. Mientras, casas con orientación más popular como Cailler o incluso Stainer hacen las delicias de los paladares más exigentes.

Sin embargo, si uno busca el lujo auténtico, rozando claro está el esnobismo millonario y la excentricidad muy exclusiva, debe buscar en las cajas deLake Forest, una marca americana que además de sus cajas gourmet, sacó en 2007 un producto muy especial: sus cajas que al modo de huevos sorpresas contienen dentro además de chocolates, una sorpresa: collares, pendientes o anillos de zafiros, rubíes y otras piedras preciosas. Todo por el módico precio de un millón y medio de dólares.

Seguramente que después de este sobresalto, los casi 2.000 euros por libra que cobra el refinadísimo taller de Kniptschildt en Connecticut, Estados Unidos, parezca asequible. No lo es, pero quienes han catado sus mieles cercioran que puede valerlo para quien pueda pagarlo. Un delicadeza sublime que, eso sí, rendirá a cualquier anfitrión o amor al que se haya buscado impresionar con ellos.

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