No es extraño que sea un reino que se herede por ”ironía y por letra”. Porque si no fuese por tan distinguida ley sucesoria, resultaría descabellado que este islote rocalloso, antiguo abrigo de filibusteros caribeños y hoy despoblado paraíso de lagartos y alimañas, hubiese suscitado tantos litigios y tuviese tan ilustre nómina de súbditos.
Su rocambolesca historia ayuda no poco en la comprensión de tanta singularidad: en 1865 un prócer irlandés afincado en Montserrat, Matthew Shiell, pensó en reclamar aquel hirsuto pedazo de tierra para legárselo a su hijo menor Matthew Philips. Y el día de su 15 cumpleaños, aquél fue coronado rey de Redonda con el nombre de Felipe I.
Con tan improbable herencia, no debería sorprender que M.P. Shiell tuviese una vida bohemia, mantuviera extravagantes costumbres y se dedicara a escribir libros de índole fantástica. Y que pese a la proclamación de la soberanía británica sobre Redonda y su ulterior anexión a Antigua, se le permitiese conservar de facto su utópico título.
Ya en la senectud, trabó amistad con John Gawsworth, un aspirante a escritor de temple e inclinaciones parecidas a las suyas, y supo que había dado con el más digno sucesor para su dominio. Bajo su ascendente, Shiell obtuvo de las autoridades del imperio británico el derecho a nombrar nobles y decidió que el trono pasaría siempre a otro amante de las letras. Y junto con él, recibiría los derechos literarios de sus antecesores.
Juan I, el nombre con el que ascendió Gawsworth, hizo una gran actividad de proselitismo por Redonda, y tuvo cortes en todos los pubs y figones londinenses que tuviesen a bien acogerle. Allí expendió títulos a diestra y siniestra y, en su generosa dipsomanía, también prometió y empeñó el reino en repetidas ocasiones y poco claras circunstancias.
Y de aquellos polvos, estos lodos. Pues en la actualidad, varios pretendientes reclaman sus derechos. No obstante, la versión más cabal y aceptada es que Juan I cedió in articulo mortis su corona a John Wynne-Tyson, Juan II. Y éste, tras treinta años de ejercer sus dignidades y cansado de las insidias de sus adversarios, decidió abdicar a favor de un escritor español en una de cuyas novelas aparecía Gawsworth: Javier Marías.
Con jovialidad y esmero, Marías, Xavier I para los anales dinásticos, ha hecho buena la decisión de Wynne-Tyson, pues su fructífero reinado no sólo ha supuesto un engrandecimiento de su aristocracia con toda suerte de creadores de nombradía, sino también una viva promoción del espíritu redondiano y del lema de su escudo “ride si sapis”.
Entre sus actividades, una editorial que ha permitido divulgar en castellano las obras de Shiell, Gawsworth y otros autores inéditos, y la institución de un premio a notables personalidades de las artes y las letras. Las mismas, por cierto, que forman el cuerpo de su nobleza, que cuenta entre sus filas con figuras como Francis Ford Coppola, Duque of Megalópolis; Claudio Magris, Duque de Segunda Mano o J.M Coetzee, Duque de Deshonra.
Y claro está, himno, bandera, emisión filatélica condecoraciones, embajadas y todo lo que un país pueda precisar. Con una salvedad: el acceso franco a Redonda, que en su soledad marina sólo alcanzada por la imaginación, el humor y la evocación.