Mercados con sabrosura

Los mercados y los figones de su derredor han tenido siempre fama de ofrecer comidas buenas, copiosas y económicas, gracias a la cercanía del abastecimiento y a la necesidad de atender a un público compuesto principalmente por mozos de cuerda, ganapanes, tratantes de ganado y vendedores hambrientos tras una larga jornada. De hecho, muchos platos sustanciosos, especialmente de casquería –una materia barata y perecedera,  que debe consumirse rápidamente y que por ello se quedaba con frecuencia en los mismos comederos del lugar- han nacido a la lumbre de las grandes plazas de abastos de París, Oporto, Barcelona o Roma.

Pero lo cierto es que muchos de estos antaño centros vitales de la vida urbana habían decaído con el cambio de las formas de vida y de los procesos de venta y distribución. Vampirizados por los centros comerciales, algunos languidecían mientras que los más clásicos se erigían en atracciones turísticas más que en focos de comercio.

Pero el realce de la gastronomía de los últimos años y la consecuente reapreciación por esta fuente de provisiones de calidad y en ocasiones más especializada de lo que pueda estarlo cualquier supermercado han devuelto la vitalidad a todo este entorno, que además ha modernizado su oferta para acabar por constituirse en una tendencia pujante en el mundo gourmand.

Y es que lo cierto es que cada vez son más los mercados que acentúan su oferta de delicatessen, a la vez que dan cabida a establecimientos en los que comer, picar o probar viandas selectas. Amén de lo que ya lleva tiempo pasando en el famoso Mercat de San Josep, en La Rambla barcelonesa, los ejemplos proliferan. En la misma capital catalana, el Mercat de Santa Caterina ha apostado por un espacio de cocina abierta, con barra o mesas comunitarias y oferta cambiante, en la que lo mismo puede tomarse un “esmorzar de forquilla” (un tradicional desayuno catalán contundente) que saborear unos “platillos” (pequeñas raciones de guisos) durante todo el día.

Pero mientras que ambos mercados incorporan estos atractivos como un extra a su desempeño habitual, los hay también que han adoptado esta estrategia como fuente preferente de ingresos. En Madrid, el Mercado de San Miguel fue el primero en transmutarse en un food hall al más puro estilo anglosajón y albergar entre sus elegantes forjados todo tipo de ofertas de comida informal, aulas de cata y otros conceptos finos, pero el recientemente reformado Mercado de San Antón también parece haberse inspirado en el ejemplo y, quizás de una forma no tan acusada, andar por parecida senda.

Y es que la idea de conjugar estilosa modernidad con tradición funciona de maravilla en unos espacios que están hondamente ligados en nuestro imaginario a lo castizo, pero que son también una plataforma privilegiada para exponer nuevas tendencias y estar al día de las últimas modas en restauración. El estupendo mercado de Santiago y su restaurante anexo Abastos 2.0., con todo tipo de propuestas originales y de una flexibilidad sin igual a la hora de satisfacer los apetitos del cliente o tentarle con ideas fresquísimas, es otro buen exponente.

En el fondo, esto reproduce el camino que ya han seguido otros mercados y galerías comerciales de Europa (véase el Kadewe berlinés) y que sólo actualiza lo que ya decíamos que era una vieja usanza. Sin embargo, también existen detractores entre quienes ven en estos movimientos una adulteración del carácter popular y accesible que siempre ha caracterizado a los mercados y temen que se conviertan en un coto exclusivo y amanerado.

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