Las sombrías ciudades del mar

Si en la víspera de Pentecostés, haraganeando por los muelles empedrados de Douarnenez, o bien sentado a la sombra de una de las lápidas de su cementerio marino, el viajero negligente se adormece  puede que al despertar, en el horizonte, vislumbre las luces temblorosas de una ciudad desconocida. Y puede que entre los vapores oníricos  y la niebla suspendida sobre la bahía no sepa si ha presenciado un sueño o una fabulosa realidad.

Más tarde, en las tabernas del puerto, quizás alguien se avenga a contarle que ha visto ambas cosas; aquello que los bretones en su hermosa lengua de piedra llaman Ker-Ys, la ciudad sumergida bajo las aguas del Atlántico. La villa fantasma de la que en noches silenciosas se oyen tañer las campanas, ahogadas por el rumor del oleaje y el óxido de las profundidades.

Si las circunstancias son propicias puede que incluso le desgranen la historia con todos sus oscuros recovecos. De cómo el Rey Grandlon erigió una ciudad para su hija Dahut bajo el nivel del mar y protegida por un gran dique del que él mismo custodiaba las llaves. Y de cómo ésta,  codiciosa y libertina princesa se dejó engañar por un apuesto visitante (el diablo en las versiones tardías del relato) para arrebatárselas a su progenitor, entregárselas al tentador y ver cómo, abiertas las presas, el mar reclamaba su antiguo dominio. Para algunos, el castigo a una ambición insensata, para otros el símbolo del desmoronamiento de la antigua cultura celta.

Porque si el viajero recorre otras costas de ese viejo ámbito encontrará que la misma leyenda se repite, con los mismos ecos de melancolía y tristes presagios. Se lo dirán en Gales Cantre´r Gwaelod, y se lo volverán a contar en Cornualles, donde un reino entero, el de Lyonesse, fue devorado por un maremoto, y hasta en las remotas tierras gallegas existen ciudadelas de las profundidades que yacen bajo el azogue de las lagunas.

Posiblemente, el viajero quede asombrado por esas huidizos vestigios de un pasado esplendor o tal vez meditabundo por la fugacidad de las cosas del mundo. Acaso nadie le diga que ver Ys es un don que se concede raramente, un espejismo que sólo se muestra a los espíritus ávidos de maravilla. Y que verla es en buen augurio que le acompañará en sus futuros caminos.

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