Las costuras de Londres

Londres fue la capital de un imperio inmenso, orgulloso y munificente y hoy es una próspera y muy dinámica capital mundial de negocios. Su trazado urbano, sus monumentos distintivos, los tesoros de sus fabulosos museos o el ímpetu de la arquitectura más vanguardista expresan sin subterfugios esa privilegiada condición.

Pero detrás de ese Londres de oropel, de las estampas prototípicas del Big Ben y la columna de Nelson en Trafalgar, de los frisos del British Museum y la abadía de Westminster, existe una ciudad más discreta, que reserva sus encantos a los lentos descubridores, un gran pueblo o una suma de pueblos bien populosos e inquietos o tradicionales e idílicos que quedan sustraídos a la vista de quienes no se toman el tiempo de rastrearlos.

El East End, el barrio obrero por excelencia de la era victoriana, es un inmejorable ejemplo de esa vida paralela. Se ha desprendido de su pasada lobreguez y se ha quedado con su leyenda bohemia. En sus pubs se puede percibir todavía el aroma cockney de antaño. Es el caso de The Blind Beggar, en Whitechapel Road 337, viejo escondrijo de gangsters y gentes de andar a la busca. O no muy lejos de allí, el siniestro The Ten Bells, famoso por la sombra de Jack el Destripador, que pudo haber bebido aquí y que era lugar de reunión de algunas de las prostitutas que mató. A su pie, tras echarse al coleto una buena pinta de real Ale, se puede visitar el templo de Christ Church con su dramática elevación; la misteriosa obra de Hawksmoor, el enigmático arquitecto y ocultista del siglo XVIII.

Como contrapunto al arrabal de Whitechapel y Spitafields puede visitarse el delicioso entorno de Hampstead Heath, el lugar en el que se refugiaba el escritor Thomas de Quincey cuando las tardes lluviosas de un domingo estaban a punto de deprimirle sin remedio. Ciertamente, Hamstead y su vecino Highgate, con su atmósfera gentil y señorial, con sus merenderos y camposantos románticos, con las antiguas moradas de glorias de las letras inglesas como John Keats, es un sitio ideal para deambular sin objeto, sin prisas y abandonándose a su decimonónica poesía.

Son sólo dos muestras de las muchas ciudades que oculta la capital británica en sus circuitos laterales.

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