La conquista del desierto blanco

El peor viaje del mundo lo llamó Cherry-Garrard, que lo padeció en sus carnes junto a ese heroico zascandil llamado Scott. Por eso, cuando su adversario Amundsen plantó la enseña noruega sobre el Polo Sur geográfico, se tuvo la certeza de que la gran época de la exploración terrestre había llegado a su cénit. Pero hoy, convertida la ascensión al Everest en una autopista, cuarteada la selva amazónica y hollados los últimos paraísos perdidos de Papua, la travesía de los polos continua siendo el más extremo de los desafíos, el más imprevisible de los periplos.

Y es que desde la antigüedad casi mitológica la Antártida fue un territorio de confín. Los polinesios otorgan a uno de sus caudillos , Ui-te-Rangiora, la primacía de su exploración hacia el 650 d.C.. Pero correspondería al palentino Gabriel de Castilla el honor de haber avistado antes que nadie su tierra en época moderna, hacia 1605. Una presunción, no obstante, que tardó casi 200 años en ser tomada en consideración. Aún en 1773, cuando Cook alcanzó el círculo antártico, se atribuyó el mérito de ser el primero en hacerlo. Pero aunque convencido de su existencia, jamás llegó a divisar el litoral del continente, envuelto como estaba en la niebla. Habría que esperar al siglo XIX para que se hicieran los primeros reconocimientos de las costas y al siglo XX para que el intrépido Ernest Shackelton se quedara a unas jornadas de alcanzar el lugar por el que se dobla la esfer. Fue finalmente Amundsen quien aprovechó el verano austral de 1912 para culminar con éxito la empresa.

En su minuciosa descripción de esa aventura, Roland Huntford explica que por verano austral hay que entender unas condiciones aterradoras, en medio de las que hubo que vencer “heladas plétoras de grietas” y acarrear durante jornadas de más de nueve horas pesadas cargas por un continente con una altura media de 2000 metros. Tanto es así que, por su chapucera organización e inadecuada preparación, el equipo británico comandado por Scott que acometió el reto en aquel mismo tiempo no sobrevivió para contarlo. “El último lugar de la tierra” es el rotundo título que Huntford dio a su obra.

Porque este infierno blanco, de una belleza desnuda y sobrecogedora, apenas poblada por líquenes, musgos y pingüinos emperadores, sometida a temperaturas medias de -17ºC y con una noche que en su corazón dura seis meses, con vientos máximos registrados en 1972 de 327 km/h y habitada por no más de 1000 personas que residen de forma estable es sus estaciones científicas, posee todavía el paisaje más remoto e insólito que la vista humana pueda contemplar. Por lo menos, mientras se acaban de popularizar las cada vez más abundantes ofertas turísticas que acercan a él.

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