La ciudad rosa

Desde la terraza de casi cualquiera de sus numerosísimos riads -casas típicas construidas en torno a un patio que, en su mayoría, han sido transformadas en recoletos hoteles- puede disfrutarse de la primera y más bella de las contracciones de Marrakech: la visión de la cordillera del Atlas emergiendo soberbia y elegante sobre un mar desértico, en el que se desdibujan las estilizadas palmeras.

Como comentábamos, los riads son, probablemente, la mejor opción para alojarse en esta ciudad, llena de muros rosáceos y verdes balconadas, donde la luz se refleja como si siempre atardeciera. En primer lugar, porque en ellos se encuentra un servicio personalizado que en la mayoría de los hoteles -salvo en algunos de súper lujo como la Mamounia, claro está- no se puede disfrutar. Además, están construidos siguiendo la arquitectura tradicional -muchos de ellos son auténticas joyas- y tienen la ventaja de estar situados en el centro de la urbe, constituyendo la mejor opción para fundirse por completo con el modo de vida marroquí.

Marrakech es una de las cuatro ciudades imperiales y tal es su importancia que de ella se deriva el nombre del propio país. Está repleta de callejuelas pintorescas, zocos y mercados; donde los olores, las fragancias y los rostros se entremezclan en un mar de color, potenciado por puestos de frutas y especias y, cómo no, por la cálida luz que todo lo inunda. El día a día de sus ciudadanos sigue siendo muy parecido al de antaño, aunque no se puede negar que la ciudad está volcada en el turismo, y aquí es donde surge una nueva contradicción: las viviendas más modestas y los mercados de barrio conviven puerta con puerta con resorts de lujo donde se ofrecen todas las comodidades; y es que, no en vano, la ciudad rosa ha sido siempre uno de los destinos favoritos de la jet set europea y, principalmente, española.

Bisutería, mobiliario (especialmente de madera, realizado en taracea), ungüentos caseros, objetos de cuero, alfombras o bellos textiles teñidos a mano son algunos de los objetos de deseo que encontramos en sus zocos; donde es posible tropezarse con un camello, mientras se contempla el bello espectáculo de las teñidoras, tintando en gigantes cubetas de agua coloreada las piezas textiles que más tarde se ponen a la venta. Otro espectáculo muy distinto -pero probablemente el más encantador que ofrece la ciudad- es el de la pintoresca plaza de Djmaa el Fná, un lugar de reunión donde se puede comprar, comer, hacerse un tatuaje, ver serpientes encantadas o escuchar leyendas tradicionales de la boca de profesionales cuentacuentos.

Sobre la vista del visitante siempre se alza el minarete de la mezquita de la Koutoubia, el emblema de la ciudad. Se trata de una espléndida construcción almohade, inspirada en la mezquita de Kairuán, que data del siglo XII y que sirvió a su vez, según cuentan, como modelo para los constructores de la Giralda de Sevilla. Como en todas las mezquitas de Marrakech no está permitida la entrada turística, por lo que el visitante tendrá que conformarse contemplando los sencillos juegos geométricos que adornan la elegante fachada del minarete.

Otros monumentos dignos de ser visitados son el suntuoso Palacio de Bahía, construido en el siglo XIX según el modelo andalusí; el Museo Dar Si Said, un palacete donde se exhiben piezas relacionadas con la cultura y el arte marroquí; los jardines de la Menara, donde los olivos se mezclan con la arquitectura y las montañas del Atlas reflejándose en la quietud del agua de su lago; o las tumbas Saadíes, una joya de la arquitectura funeraria del siglo XVI.

Barullo, regateo, elegante arquitectura, deliciosas comidas -como el cous cous o la pastilla- se funden en esta alegre ciudad, a medio camino entre el mar, la nieve y el desierto; donde parece que cualquier sueño es posible.

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