Hortelanos de paso

Los llamados huertos urbanos van proliferando cada vez más tanto a nivel particular como en proyectos de las administraciones locales. Unos surgen como la manifestación de un espíritu ecologista (alentado además en estos tiempos por la crisis), otros como un modo creativo y dinámico de ocupar el tiempo libre, entre los que se encuentran los concebidos como ‘medio terapéutico’ para un envejecimiento activo de muchos jubilados, bien por su propia iniciativa o como parte de los programas de los ya mencionados ayuntamientos.

Lo más habitual es que estos huertos urbanos se ubiquen bien en las terrazas de algunas casas particulares, en pequeños terrenos particulares y en ocasiones en algunos espacios públicos ‘cedidos’ (muchas veces medio a regañadientes) por los ayuntamientos. Pero la realidad demuestra que no es suficiente y desde hace un tiempo cualquier recoveco ‘desaprovechado’ vale para plantar tomateras, lechugas y demás hortalizas. Terrenos que, según los urbanistas, únicamente sirven para definir los límites de donde empieza y termina la ciudad, se convierten en minúsculos huertos: rondas de circunvalación, el pié de torres de alta tensión, los márgenes de las vías del tren o los espacios vacíos de las márgenes difusas de los ríos que atraviesan o circundan las ciudades. El resultado es un cinturón verde, en tierra presuntamente de nadie, que cuentan sin embargo con el consentimiento tácito de los diversos responsables municipales y la vista gorda de los propietarios legales de los terrenos. En realidad con estas ‘ocupaciones’ se pone de manifiesto el choque entre las ideas de los urbanistas y las de los ciudadanos sobre el concepto del uso de la ciudad.

Un ejemplo de este fenómeno es el de Barcelona donde, en la periferia, desde hace años el espacio ocupado por las vías de comunicación que dan salida y entrada a la ciudad y los corredores naturales (los ríos Llobregat y Besòs), han permitido crear kilómetros de franjas de tierra ‘abandonadas’ y sin utilidad aparente en pequeños vergeles.

También los encontramos en Valencia, junto a la Universidad Politécnica y la autopista de Barcelona, en el viejo cauce del río Turia, en Campanar, junto a la autopista del Rincón de Ademuz, en las inmediaciones del estadio de fútbol y antigua estación ferroviaria de Aragón, en la zona industrial situada entre la avenida del Puerto y el viejo cauce.

En Massanassa y Benetússer, numerosos aficionados a la agricultura –también jubilados- arrancaron una oportunidad al ferrocarril, instalando sus cultivos en el estrecho espacio que queda entre las vías del tren. Y en Alfafar, en el Parc 8 de març, donde desde hace años mantienen unos minúsculos huertecillos, visibles únicamente desde el puente que se eleva sobre las vías, quedando separados del área urbana por medio de la zona verde. Este suelo no es propiedad suya, pero tampoco del ayuntamiento, sino de Renfe. O para ser más exactos, del Administrador de Infraestructuras Ferroviarias (ADIF), aunque a efectos prácticos es lo mismo para estos como para el de otros enclaves de similares características: tener la Espada de Damocles sobre la cabeza esperando a que cualquier día les echen de ‘sus’ tierras, aunque ello nos le resta entusiasmo para ir cada día a cuidar de estos huertos arrancados (o devueltos) a la urbe para devolverles el uso que tuvieron antaño, antes de que la planificación urbana considerase como franjas de seguridad para el tráfico rodado o ferroviario.

Fuente foto: Blog del Proyecto Lemu

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