Florencia, espléndida y dañina

Florencia es una de las ciudades italianas que esconden más encantos  y que, sin embargo, a menudo puede pasar desapercibida por el maremágnum de turistas que se mueven a través del país de la bota haciendo circuitos que tan sólo les permiten realizar una breve parada en la ciudad, para contemplar su monumento más significativo. Asombrados ante la magnificencia de Il Cupulone de Brunelleschi y la suntiosidad de las Puertas del Paraíso de Ghiberti, no llegan a ver más allá de estas dos genialidades -si acaso, una visita rápida a la Galleria de la Academia o al David de Miguel Angel- y, aún así, el recorrido ha valido la pena.Pero Florencia no se agota en cuatro monumentos aislados; es más, cuando se comprende la verdadera naturaleza de esta ciudad y su relieve histórico, entonces la obviedad de su belleza puede tornarse sublime. Sublime y enfermiza, así  lo experimentó Stendhal durante uno de sus viajes a Florencia:

“Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”

Esta es, nada más y nada menos, que la primera descripción de lo que hoy se conoce como “Síndrome de Stendhal” o “Síndrome de Florencia”; una enfermedad psicosomática causada por la sobredosis de belleza estética.
Stendhal sabía que Florencia era la cuna del Renacimiento, el lugar donde se había fraguado el humanismo, en centro cultural del mundo durante cien años; y al encontrarse ante las perfectas proporciones de sus vestigios, la elegante sobriedad de la arquitectura brunelleschiana -tan humana en sus medidas, tan divina en su belleza, pura y despojada- no pudo sino quedar sobrecogido ante tal cantidad de beldad.

Existen tantas iglesias, palacios y pequeños museos que visitar en la ciudad que enumerarlos en este artículo resultaría tedioso. Sin embargo, animo a los visitantes a que se fijen en pequeños detalles cargados de importancia, como las proporciones de los edificios -especialmente de los templos- que, por primera vez en la historia, se hacen tomando medidas humanas como referencia. También conviene observar las decoraciones de las fachadas y plazoletas, en las que no es difícil encontrar pequeñas esculturas vidriadas en tonos blancos y azules, realizadas por Luca della Robia, y en la disposición de las ventanas en los edificios civiles, donde por primera vez en la historia se instalan los vanos teniendo en cuenta la armonía y el ritmo.

Boticelli y sus gráciles mujeres, Masaccio y sus perfectas perspectivas, Piero della Francesca, Donatello… innumerables son también los artistas del Quattrocento cuyas obras custodia esta ciudad, pequeña en tamaño, pero enorme en importancia y valor cultural.

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