En los dominios del príncipe vampiro

Una pesadilla tras una cena copiosa, las andanzas de un feroz príncipe valaco que luchó contra la expansión turca y las conspiraciones internas y el folklore popular fantástico de los Balcanes. Son algunos de los elementos que manejó Abraham Stoker para crear a su inmortal rey de los vampiros.

Sin embargo, el genio irlandés jamás viajó a Rumanía, y aunque muy bien documentada, la geografía de su obra no siempre es precisa con los detalles.

Además, mientras que su Drácula es un siniestro conde transilvano que por nefandas artes o maldiciones se ha convertido en un no-muerto, el verdadero Vlad III Draculea, conocido como Tepes (el empalador) fue un voivoda de Valaquia del siglo XV que tras una sangrienta existencia guerrera tuvo un no menos violento fin.  Oscilaciones que hacen que el viajero que quiera reseguir los caminos que recorriera Jonathan Harker o bien que vayan tras las huellas del personaje histórico acaban cruzándose, sobreponiéndose, confundiéndose; como ya lo están realidad y leyenda.En cualquier caso, una buena ruta podría salir de Viena o Budapest, para alcanzar la primera de las antiguas ciudades sajonas de Transilvania: Cluj-Napoca, en la que tristemente ya no está el hotel Roydle en el que hizo noche Harker. Sin embrago, es la segunda ciudad más poblada de Rumanía y un buen punto de partida para conocer las otras ciudades históricas de Siebenbürgen: la hermosísima Sighisoara –lugar de nacimiento de Vlad, cuya casa solariega se conserva-, Sibiu o Brasov, todas ellas prosperas ciudades comerciales y con murallas y trazados medievales bien conservados, pese a las querellas que con ellas mantuvo el voivoda. Cerca de Brasov, además, está el Castillo de Bran, una fortaleza teutónica que responde tan espléndidamente al arquetipo romántico de castillo de Drácula que como tal se ha publicitado, si bien Stoker jamás lo menciono y es bastante posible que Draculea no pernoctara jamás allí.

Una vez agotados los encantos urbanos y militares de la región, existen dos opciones igualmente tentadoras: atravesar la herradura de los Cárpatos por el Paso del Borgo, mencionado en la novela, y visitar los monasterios de Moldavia, maravilla patrimonio de la humanidad, o cruzarla por el Paso de Roten-Turm  en dirección a Oltenia y las llanuras valacas que fueron los verdaderos dominios de nuestro hombre.

Precisamente en su vieja capital, Tîrgovi?te, se puede visitar la Torre de Chindiei, obra ordenada por Vlad, mientras que en un cañón formado por el río Arges, a la sombra ya vecina del imponente macizo de las Fagaras, se encuentran las ruinas del Castillo de Poenari, que bien podrían presumir de ser la genuina “ciudadela del príncipe negro” que Stoker sitúa muchos kilómetros más al norte.

La cercanía de Bucarest hace que merezca la pena la visita, no solo por tratarse de una gran capital europea, sino porque pese al ensañamiento contra su patrimonio de la era de Ceauceascu todavía cuenta con algunos encantos y, sobre todo, con buenos museos de historia rumana.

Pero además, porque apenas a media hora de la ciudad está el lago Snagov, con su monasterio sobre una isla al que se accede por medio de una barcaza. Comunidad de monjes que se benefició de la generosidad del príncipe, fue también el lugar escogido para su último reposo: allí está la lápida de su tumba.

Ese podría ser un adecuado término a nuestro algo escalofriante viaje.
Aunque nunca sea seguro: cuando en 1933 se abrió el sepulcro, como era presumible, solo se encontraron huesos de caballo y el anillo de Drácula, pero no sus verdaderos despojos.

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