En la Albania de los sueños

En la zona más estrecha de la bota italiana, en las profundidades rurales de Calabria y Basilicata, se encuentra el mayor parque natural del estado transalpino: el Parco Nazionale del Pollino. Una bella masa forestal de hayas, tejos y pinos negros poblada por gran abundancia de aves rapaces y bañada por arroyos y torrentes que forman impresionantes gargantas. Sin embargo, el interés del enclave va más allá de lo paisajístico, porque justo en algunos de los pueblos del parque viven desde hace más de cinco siglos los arbëreshë, una de las más peculiares minorías culturales de Europa.

Castigados y desposeídos por las guerras y ocupaciones de sus tierras de origen, los arbëreshë son los albaneses que en el siglo XV y XVI iniciaron una diáspora para asegurarse un mejor futuro. Y tras algunas deambulaciones, fueron bien acogidos por Alfonso de Aragón, quien les envió al sur de su reino para que repoblasen la región que pasados quinientos años sienten ya como su verdadera patria. Unas cincuenta villas y aldeas, incluyendo las que se encuentran en Sicilia, en las que la mayoría étnica todavía se reconoce en esos orígenes remotos.

Los arbëreshë, entre otros usos, mantienen su propia lengua y, pese a ser católicos, han podido conservar su propio rito bizantino. Unas particularidades que, por otro lado, no tienen correlato en ningún otro lugar, salvo en unas comunidades parecidas del norte de Grecia.  Una constatación, ésta, que fue un duro golpe para los italoalbaneses y a la vez una confirmación de la necesidad de preservar su tan especial legado. Porque si muchos de estos arbëreshë pensaban que su cultura era la de la madre patria dejada atrás, tras el colapso del comunismo albano, muchos de los emigrantes que llegaron en los años noventa a Italia les demostraron que todo ese largo tiempo de separación les había distanciado lingüística, cultural y hasta humanamente, al punto de que  a veces resulta difícil considerar a aquellos recién llegados como parte de su mismo pueblo.

Hoy, muchos de quienes habitan lugares como Firmoza (Acquaformosa), Çifti (Civita) o Ungro (Lungro), se esfuerzan para que ese legado no acabe de difuminarse en la nada indistinta de la globalización. Para ello celebran sus fiestas y coloridas misas, cocinan sus platos típicos, hablan su albanés pre-otomano (que produce a los hablantes modernos del idioma una sensación parecida a la que tienen los hispanohablantes al oír el ladino) y tratan de buscar alternativas para la secular carestía económica que, a lo largo de los siglos,  les ha obligado a sucesivas emigraciones al extranjero (aunque la mayoría volviese aquí a jubilarse).

Quien sabe si será precisamente esa antigua fidelidad suya quien se las proporcionará ahora que el turismo empieza a llegar hasta ellos no sólo por los encantos del entorno sino por el de sus únicos y hospitalarios habitantes.

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