El viaje soñado

La primera vez que tuvo constancia de la existencia de aquellas lejanas tierras fue a través de una película. Corrían los años sesenta y aquella noche su padre la llevó a ver una película que a lo largo de su vida nunca olvidaría. La imagen de aquella hermosa nativa, sus guirnaldas de flores y el sensual movimiento de manos y caderas bailando al son del Ukelele le cautivaron por siempre jamás.

Marisa dejaba volar sus pensamientos mientras el avión que la trasladaba posaba las ruedas del tren de aterrizaje sobre el asfalto de la pista del Aeropuerto Internacional de Faa´a , construido sobre una laguna a 5 Kilómetros de Papeete, capital de Tahití.

Todos sus ahorros estaban invertidos en este sueño que le había acompañado a lo largo de su vida y que gracias a un golpe del destino, ¡por fin, se haría realidad! Este año, el sorteo de un viaje como parte de los incentivos que fijaba su empresa, había ido a parar por primera vez a ella y cuando le dieron a elegir destino, no lo pensó dos veces: – ¡Quiero ir a Tahití!

Los días previos al viaje fueron alucinantes; el cosquilleo en el estómago no le había abandonado en todo el tiempo a pesar del entusiasmo que le proporcionaba hacer realidad su sueño. Por otro lado, el vértigo se acentuaba al pensar que viajaría sola al confín del mundo, y no desapareció hasta que sintió el afianzamiento de las ruedas del avión sobre el pavimento, seguido del silencio de los motores. ¡Había llegado!

Salir del aeropuerto le llevó algo más de media hora. Tras recoger su equipaje, el siguiente paso fue recibir la bienvenida en francés de un apuesto gendarme maorí, mientras hacía los trámites necesarios. Una vez fuera, se dirigió al stand de su agencia de viajes, donde le obsequiaron con una blanca y olorosa flor de Tiaré, emblema de Tahití, a la vez que le daban las instrucciones pertinentes para llegar a su hotel de cinco estrellas. La empresa no había escatimado a la hora de hacer regalos. ¡Tahití! Aún le costaba trabajo creer que estaba en la tierra cuyo espíritu había plasmado Paul Gauguin en sus cuadros llenos de colorido.

Desde el momento que flanqueó la entrada del hotel y la bella nativa depositó sobre su cabeza una corona de flores, se imaginó como la protagonista de aquella película de su niñez. -¡Maeva! Le dijo con una esplendida sonrisa y fue el preludio de una bella estancia en El Paraíso.

Hoy en el viaje de regreso, acariciando el collar de conchas en su cuello, se despide mentalmente de tantos momentos maravillosos vividos en la isla del amor… Aun va arropada por la emoción que le produjo cada reconocimiento y conocimiento de aquella cultura tan diferente a la suya.

Antes de subir la escalinata del avión que la llevaría a casa, levantó su mirada al cielo y dio gracias en el idioma que acababa de conocer: ¡Mauruuru roa!

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