El viaje sin equipaje

Ha pasado un año, pero Juan lo recuerda como si hubiera ocurrido ayer. Trascurrían los primeros días de noviembre, tras el día de ánimas, cuando ya el otoño empezaba a declinar y el invierno comenzaba a mostrar su fea cara de perro.

Había contactado con Rosa, a través de una página de relaciones sentimentales, a finales de agosto y habían sintonizado tanto en sus escritos, que Juan temía que se pudiera romper el encanto de su epistolar relación, pues se le antojaba que una cosa es escribir bellas palabras, como Cyrano, y otra ”dar la cara”, cuando ésta correspondía a un ajado rostro de doce lustros.

La cita era al mediodía, pero a las ocho, Juan llegaba al apeadero de la estación de Atocha. Como desconocía Madrid y no quería llegar tarde, pasó la noche en la litera del tren.

Con puntualidad ceremonial la esperó junto al parque. Una lluvia, fría y persistente, trataba inútilmente de obstaculizar su encuentro. Al verla acercarse bajo su paraguas, su corazón se salía de la caja torácica. Ella, sin dudar, le saludó con dos inocentes besos, que le transportaron al paraíso.

Sus ojos la miraban intensamente, mientras las palabras brotaban atropelladamente de su garganta y una dulce sensación de felicidad embargaba sus sentidos. Embelesado en su contemplación, casi olvidó que la disculpa de la cita era la de almorzar juntos. Entraron en un restaurante hindú, donde una sofisticada camarera les sirvió una extraña comida oriental, que apenas consumieron.

La tarde iba declinando, y antes de que oscureciera por completo, abandonaron el restaurante. Seguía lloviendo. Caminaban, cogidos del brazo por una calle bordeada de plataneras, y aunque Juan hubiera querido emular el idílico poema lorquiano y llevarle “donde se apagaban las faroles y se encendían los grillos”, a petición de ella, se detuvieron en la parada de taxis. El agua caía sobre los árboles caducifolios, despojándoles impúdicamente de sus amarillentas hojas cual si fueran prendas de un espectáculo de striptease, desnudando lentamente sus pálidos esqueletos arbóreos…

Ya la noche había logrado ahogar los últimos destellos de luz que le restaban a la tarde y los faros de los automóviles iluminaban la impermeable calzada de asfalto, llenándola de irisados reflejos aceitosos y contaminantes. Los ojos de Juan la observaban esperanzados, a la escasa luz del alumbrado, tratando de percibir cualquier gesto que denotara una promesa futura, pero su joven acompañante, apacible y serena, continuaba articulando palabras, que sin saber porqué, cada vez le iban sonando más distantes.

Los vehículos dejaban constancia del paso a su lado, salpicando alevosamente sus ya encharcadas vestimentas… No quiso que le acompañara. Tras un beso inexpresivo subió al taxi…Constituía un adiós definitivo.

Llegada esta fecha, Juan evoca este idilio que solo existió en su mente, y que grabó en la nebulosa del recuerdo como la última esperanza de hacer acompañado el difícil viaje hacia la senectud. Ya solo el alzheimer o la demencia senil podrán borrar su recuerdo.

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