El serenísimo rastro

“Ciudad de Sueños” la llamó el poeta americano Ezra Pound, y “aborrecible,  verde y resbaladiza” la encontró el Novelista D.H. Lawrence. Hay quien la encuentra un fragmento embrujado y milagroso de mundo y quien no soporta sus aires estancados y su soñolienta decadencia. Y así, se suceden los panegíricos y las denostaciones que Venecia siempre ha propiciado.

Pero hubo un tiempo en que esta comunión de islas adriáticas fue una Sereníssima República, una “cuarta parte y la mitad de una cuarta parte” del Imperio Romano y una potencia comercial que se enseñoreó de los mares orientales y plantó colonias por todo el camino hacia oriente. Por eso Venecia no vive sólo recluida en sí misma, sino que se expande por todos los lugares que aun llevan la huella de su esplendor.
No habría que alejarse mucho para empezar a seguir ese luminoso rastro: algo más allá de las vecinas Trieste o Grado,  en la hermosísima península istriota, donde pese a la asimilación croata aun hay miles de italohablantes, o en la costa e islas dálmatas, el reguero de joyas asomadas al Adriático, con sus palacios sobre las aguas, sus campanarios y sus bajorrelieves con el león de San Marcos, resulta prodigioso por su abundancia.

Rovinj, un pequeño espejo de Venecia justo enfrente de su ciudad madre, Pula,  con sus nobles cimientos romanos y caserones nobles, Trogir, la fortaleza y base naval que vigila una isla delante de la delirantemente hermosa Split o Zadar, la colonia bizantina comercial que acabó integrándose en el protectorado véneto pueden ser suficientes argumentos para que cualquier viajero sensible retorne a casa hechizado por la grandeza urbanística y cultural de aquella república de marinos y comerciante.
Y eso que todavía no habrá franqueado las murallas de Ragusa (o Dubrovnik), la orgullosa ciudad libre y fastuoso patrimonio de la humanidad, que pese a sus recelos hacia la Sereníssima y su competencia mercantil sucumbió frecuentemente a su inspiración, o se habrá adentrado por la sinuosa bahía montenegrina que permite el acceso a Perasto (la última ciudad en arriar la bandera de la República después de que Napoleón la aboliera en 1798) y Kotor, Cattaro para sus dueños venecianos.

Son solo los mascarones de proa de una influencia que de modo más o menos difuso puede irse buscando por doquier del mediterráneo, de las puertas de Nicosia al barrio antiguo de Corfú, y de los puertos cretenses a la mismísima Istambul. Resulta difícil imaginar un juego detectivesco más bello.

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