El rastro maldito I

Hay muchos motivos que pueden impulsarnos a salir de casa. Deseos de placidez o de aventura, de experimentar lo antes conocido mediante libros, fotografías y películas o de ir a la búsqueda de lo insólito y desconocido, una afición concreta o una curiosidad general por la diversidad del mundo.

Pero también se puede planear un viaje para asomarse a los umbrales de otros mundos, a lo etéreo y vaporoso y fantasmagórico. Es lo que podríamos considerar un turismo espectral; el que promueven algunos peculiares libros de viajes, como la Guía de casas embrujadas del mundo y de todos los lugares donde (no) te gustaría pasar la noche, de Francesco Dimitri y editada por Alba, o en registro más local, la Guía secreta de Sevilla: casas encantadas y apariciones aparecida por obra de La Máquina China, así como de tantas webs dedicadas a rastrear un fenómeno muy curioso y cuyas primeras manifestaciones nos llevan a la antigüedad grecorromana.

El tono puede ser más distanciado y socarrón (como en el primer caso) o adoptar la perspectiva del creyente, pero en esencia consiste en adentrarse en una geografía nebulosa de sitios sobre los que pesan sombras de oscuros acontecimientos y que, de alguna forma u otra, aunque solo sea por sugestión de quien las holla, reflejan esa turbulencia.

Posiblemente todo peregrinaje al corazón del misterio deba empezar por las islas británicas, verdadero epicentro de las manifestaciones de ultratumba. Allí está la Chingle Hall, en Goosnargh, una de las casas habitadas más antiguas de Inglaterra y también de las más frecuentadas por aparecidos,  The Old Bailey, el palacio de justicia londinense por cuyos pasillos magistrados, alguaciles y funcionarios han alegado haber avistado una figura evanescente durante la celebración de juicios de relieve o, por supuesto, Plucket, en el condado de Kent, al que el Libro Guiness cita como el pueblo más hechizado del país y por el cual han pululado los fantasmas de asaltadores de caminos y carruajes del más allá.

Damas grises y verdes, decapitadas o con vestidos ensangrentados también son comunes en lugares como el castillo galés de Caerphilly, la baronía de Dryburgh Abbey, en la orilla escocesa del Tweed o la Samlesbury Hall.
No será posible, sin embargo, visitar la rectoría de Borley, porque la casa con peor fama de indeseadas presencias del mundo ardió enigmáticamente en 1939.

Pero a la otra orilla del Atlántico, junto a legados más indiscutidos, los norteamericanos también recibieron el don sombrío de creer en lo paranormal, de modo que no ha de extrañar que en los Estados Unidos tengan también podamos visitar sus pueblos y haciendas más que sospechosas: el centro magnético de Athens, en Ohio, imantado por sus cinco cementerios que forman un pentágono a su alrededor y con su Campus universitario o su manicomio entre los espacios en los que uno no gustaría de quedarse solo de noche, el Belcourt Castle de Rhode Island, no solo el prototipo de palacete lúgubre en el que uno imagina algunos de los relatos sobrecogedores del más ínclito hijo del estado, el escritor de terror H.P. Lovecraft, sino lugar de avistamiento de objetos que se mueven solos y estatuas que cobran vida, la laberíntica Winchester House, construida ex profeso para perder a los fantasmas, así como por supuesto y aun sin saber si a los aparecidos los destruyen las inundaciones, toda la vieja Nueva Orleans. De hecho, incluso la Casa Blanca, pese a lo que cuesta llegar a habitar en ella, es objeto de muchas leyendas de ese tipo.

Tan en serio se toma el asunto fantasmal allí que incluso existe jurisprudencia que obliga al vendedor de una casa a comunicar al comprador que se dispone a adquirir una propiedad con posibles moradores incorpóreos, no vaya a ser que le sorprendan a traición cualquier noche.

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