El palacio subterráneo

La revolución rusa de 1917 no supuso sólo el derrocamiento del régimen zarista y la creación de un sistema político nuevo y nunca antes ensayado, sino también la llegada de una ideología que glorificaba el progreso, las manifestaciones industriales y la fuerza del proletariado que las mantenía.

Y tras un primer momento en que los vigorosos e imprevisibles arquitectos vanguardistas llevaron la iniciativa, las artes de la construcción se recondujeron hacia formas que mejor respondieran a ese programa. Fue el arte oficial que bajo la férula de Stalin se dio en llamar realismo socialista: realizaciones que representaran de forma estilizada y grandilocuente, enérgica y llana, la utopía de la sociedad sin clases.

La obra que de una forma simbólica y real mejor había de transmitir esos valores se empezó en 1930. Entre la propaganda y la necesidad, nacía uno de los mitos soviéticos por excelencia: el metro de Moscú.
Dado que la aristocracia había vivido hasta la revolución en mansiones y castillos, era de justicia que ahora los trabajadores tuvieran su propio palacio. Y así se concibió y ejecutó, como el palacio del pueblo.

Lazar Kaganovich se encargó de los primitivos diseños y cinco años después se inauguró el primer tramo. Sin que el salvaje estallido de la guerra pudiera detener su avance, fue durante los años cuarenta y primeros cincuenta que acabó de perfilarse el aspecto por el que ahora se le conoce en todo el mundo: los omnipresentes mármoles, las suntuosas lámparas, las molduras, columnas y remates estilo art deco, los adornos de la tradición popular o los murales, frisos y estatuas que ensalzan el esfuerzo del obrero y el campesino soviético. Un museo bajo tierra en el que ninguna estación se parece a otra y que, acostumbrado a la funcionalidad de la mayoría de transportes públicos urbanos, sobrecoge al visitante.

La importancia del metro en el imaginario moscovita es tanta que incluso sirve para hacer con él metáforas políticas, además de desempeñar otras funciones prácticas, como alojar tiendas y bares e incluso ser lugar de encuentro cuando en el exterior caen las temperaturas.  Y no puede entenderse la vitalidad de la capital rusa sin conocer la precisión de su funcionamiento y la pasmosa frecuencia de sus trenes.

Porque irónicamente, hoy cuando de la utopía de la sociedad sin clases no quedan más que residuos en dispersión, las 12 líneas del metro de Moscú siguen siendo una de las más sólidas, eficaces y bien proyectadas obras de ingeniería del mundo, y su cuerpo sigue en imparable expansión.

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