El lago que enjuaga las penas

La cultura termal húngara debe ser una de las más ricas y extendidas del mundo, si no la que más. Curioso vestigio de su largo y más bien poco apreciado contacto con los turcos, que rescataron ese legado romano, y don de un suelo riquísimo en aguas subterráneas y manantiales, casi cualquier pueblo del país magiar cuenta con instalaciones y piscinas balnearias asequibles para todos y en las que se prestan servicios médicos profesionales de la forma más natural.

Tanto es así que Hungría es el país europeo en cobertura sanitaria de ese tipo de tratamientos.
No obstante, sigue siendo un aspecto desconocido para los visitantes, apenas limitado a las visitas al célebre hotel Géllert o al complejo Szechenyi de Budapest. Y así, algunas de sus más deleitables estaciones termales quedan a salvo de las mareas turísticas.

De todas ellas posiblemente la más espectacular y sorprendente, y también una de las de más asentada tradición, es la de Hévíz, a pocos quilómetros del Lago Balaton y enclavada en un espacio natural que ya justifica la visita:
Un lago natural rodeado de bosques y surgido de un cráter volcánico que hace que el  agua emanada sea riquísima en elementos minerales y sulfurosos y mantenga una temperatura constante de entre 35 y 40 grados. Su densidad es tal que el nado llega a hacerse complicado, pero los efectos sobre reumas, inflamaciones crónicas y demás trastornos de las articulaciones goza de reputación en el mundo entero.

Además, sobre este hábitat tan especial, que permite el crecimiento de nenúfares de forma espontánea, se construyeron a principios de siglo unos elegantes pabellones de madera que, pese a sucesivas rehabilitaciones, han sido conservados, hasta ser parte inseparable de la imagen romántica del lugar; la de un spa con todo el regusto Belle epoque que pueda desearse.

Y si pasadas unas horas en remojo, el olor metálico empieza a aturdirnos, siempre podremos pasar a alguna de las cabinas de masaje del centro o bien visitar los afortunados alrededores del lugar: los viñedos y bodegas de la cercana Badacsony, el esplendor clásico de Keszthely o cualquiera de los plácidos rincones y playas del Balaton, ese mar de tierra adentro tan rico en la pesca que luego podremos comer en alguna de las típicas csardas (ventas populares) del camino.

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