El efímero reino patagónico

Orélie Antoine de Tounens es un quimérico abogado de Peiregord que en agosto de 1858 desembarca en Chile a la búsqueda de prosperidad y aventuras. Pero a diferencia de tantos inmigrantes que aterrizan en el continente americano simplemente para mejorar su situación económica, él piensa a lo grande y  lleva dentro de sí ideas megalómanas. Tras un par de años de dar tumbos, fija por fin sus objetivos: se adentra en la selva de Araucania y consigue persuadir a los jefes indígenas mapuches para que lo nombren su representante en la lucha por sus derechos tribales. Y así, se inviste como Orélie-Antoine I, Rey de Araucania. Unos meses más tarde, anexiona a su reino la Patagonia y hace saber los nuevos límites de su dominio al estado chileno.

Como cualquier nación que se precie, Tounens se encarga de dotar de bandera, constitución y  moneda al naciente reino. En esas últimas acuña la palabra Nouvelle France y procede entonces a reclamar la ayuda de su país de origen. Sin embargo, el cónsul francés, alertado por estos movimientos, se desentiende de Orélie-Antoine, a quien considera un simple demente.

Tounens se presenta también en Valparaíso para confirmar su voluntad soberana al gobierno chileno. Éste, inquieto por el apoyo mapuche con el que cuenta el procurador, pueblo que ha resistido durante 300 años a sucesivas ocupaciones y al que trata de incautar tierras, decide prenderlo. Traicionado por un sirviente, es capturado e internado en un sanatorio hasta que las gestiones diplomáticas francesas consiguen su repatriación.

Pero Tounens no se rinde y tras recavar nuevos apoyos, vuelve por sus fueros en 1869. La situación, no obstante, ha cambiado: sus antiguos súbditos están desmovilizados, el ejército se ha establecido en la región y se ha puesto precio a su cabeza. Acosado, se retira a Buenos Aires, desde donde organizará dos fallidos advenimientos en 1874 y 1876. Fracasados todos sus empeños y desmoralizado regresa a morir a su Dordoña natal.

Sin embargo, hasta los sueños más insensatos pueden en ocasiones florecer y dejar raíces. En sus postreros meses, Antoine designa un sucesor, Gustave Achille La Viarde, Aquiles I, que representará al reino en el exilio y que adornará su cargo con el rimbombante título de Duque de Kiélon. E instituye así una estirpe que continua en su hijo, Antoine II y que, tras litigios dinásticos, se reencarna en Laura Therese I, Antoine III y, pese a la renuncia de su antecesor, en el príncipe Philippe, actual detentor de de las aspiraciones al imaginario trono desde 1952. Mas lo que fueron sinsabores y ruinas para Orélie-Antoine, Philippe lo convirtió en un rentable y lúdico negociado que ha expedido títulos de nobleza y hasta series numismáticas y filatélicas de gran valor.

¿Qué su representación diplomática, conformada por varios ministros, un cónsul general y un cónsul de Poitiu– honrado también con los cargos de pescador de Islandia y buscador de tesoros marinos en el Mar d’Iroise- no goce del más mínimo reconocimiento internacional? Bueno, ¿qué importa eso? Así de dura y encantadora resulta la vida de las micronaciones, de las que el reino de la Araucania y la Patagonia será siempre un precedente y una fabulosa encarnación.

Mientras, los mapuches fueron sometidos, llevados a reservas o dispersados por las ciudades. Pero pese a su despojo, todavía resisten, y en la entrada del siglo XXI siguen reclamando su autonomía.

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