El corredor místico

Descendiendo por el curso bajo del río Bóinne antes de llegar a su desembocadura en Drogheda, en el corazón de la Irlanda campestre más plácida, por donde pacen ovejas y bueyes y granjas dispersas amenizan el paisaje, el viajero puede no estar preparado para lo que está a punto de descubrir.

Tras dejar el coche en el aparcamiento, pagar la entrada y penetrar en las modernas instalaciones que acogen una exposición sobre el yacimiento, el visitante se sube a un pequeño autobus que franque la distancia hasta el túmulo principal del complejo de Brú na Bóinne, Dún Fhearghusa en gaélico y Newgrange en inglés. Su primera visión es una experiencia telúrica: la sensación de estar adentrándose en un antiguo espacio sagrado erigido en una época prístina de la humanidad lo impregna todo.

Sus grandes dimensiones –un diametro de 54 metros y un pasaje interior de 18 metros, el techo de la cámara cruciforme de más de 6 metros-, el buen estado de conservación y el hecho de seguir contando con cubierta (a diferencia de tantos dolmenes y cámaras de enterramiento que la han perdido) convierte a este montículo en un hito muy especial del megalitismo mundial.
Antes de entrar en él, un guía desgranará algunos de los misterios de su construcción y liquidará todos los tópicos acerca del primitivismo de sus autores.

Los grandes bloques de piedra empleados en la obra no se encuentran en 80 quilómetros a la redonda, así que hubo que transportarlos con métodos que sólo pueden despertar nuestra admiración. Y los conocimientos que se precisaron para levantar el sepulcro tampoco son moco de pavo. De hecho, todo indica que aquella fue una obra que empleó a varias generaciones.
Sin embargo, aquello que ha rodeado de una aura única y enigmática a este lugar de enterramiento ritual del valle del Bóinne es el hecho de que, el día del solsticio de invierno, un haz de luz se filtre por una hendidura frontal de la cámara–una pequeña ventana- y la recorra lentamente durante unos minutos antes de dejarla sumida de nuevo en la oscuridad.

Los cálculos astronómicos y matemáticos que se precisan para conseguirlo son lo suficientmente asombrosos como para dejar en jaque a los expertos que se han planteado la cuestión.

Quedará ya sólo la parte más impresionante de la visita: la travesía del pasaje y la entrada en el angosto habitaculo donde se llevaban a cabo los sepultamientos rituales y transitorios para los que fue creado. El silencio sepulcral, el aire enmohecido y la reproducción artificial del fenómeno lumínico antes descrito infunden una reverencia muy difícil de expresar, una suerte de elevación mística que complicada de olvidar.
Desde las tinieblas de una mundo cuyas claves nos han sido vetadas, Brú na Bóinne y su Dún Fhearghusa nos interrogan con su impenetrable arcano.

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