El camino áureo

En agosto de 1896, una partida guiada por Keish, un explorador indio de nación tagish apodado Skookum Jim, descubría depósitos de oro en Rabbit Creek, un arroyo tributario del río Klondike. Inmediatamente después de que su cuñado blanco reclamara la prospección del lugar –el racismo de la época hubiese dificultado el reconocimiento de los derechos de un nativo- comenzó la estampida que llevó a miles de aventureros y bateadores a las inmediaciones de aquel lugar privilegiado.

Llegados de California, donde la mayoría de vetas ya se habían agotado, los más despiertos estaban allí en verano del año siguiente. Pero la gran mayoría no desembarcó en Dyea y Skagway hasta otoño, cuando las temperaturas del gran norte empezaban a desplomarse. Desde allí, una vez provistos con la pesada carga de  víveres y aperos que era necesaria para sus propósitos, debían comenzar su peregrinaje por una de las tres rutas posibles hasta su lugar de destino. La primera, la Chilkat, exigía un disuasorio rodeo. La segunda, la White, estaba sometida a peajes de paso. Y la tercera, la que casi todos escogieron, era la que Martha Louise Black definió como “el peor camino a este lado del infierno”: el mítico Sendero Chilkoot.

Todavía hoy algunos puntos de esta geografía de la locura aurífera son remotos y no siempre sencillos de visitar. Aunque la espectacularidad del paisaje y los poéticos vestigios de todo aquello hagan que merezca la pena el esfuerzo. Parte de un Parque Histórico Nacional, el paso del Chilkoot, por una empinadísima cuesta conocida como la escalera dorada, sigue siendo un reto que atrae a los más intrépidos, aunque exige tres días de travesía, buena forma y vestimenta adecuada incluso en verano. Quienes conseguían franquearlo, todavía tenían que remontar el Yukón, en cuya confluencia con el Klondike se encuentra Dawson City: la ciudad que multiplicó su tamaño tras el hallazgo y que aún conserva sus calles sin asfaltar, su estafeta decimonónica de correos, su casino, su Gran Teatro o las cabañas de los escritores Robert Service y Jack London, que participaron de aquella epopeya y fueron sus grandes cantores. Más plácido resulta el tránsito por el White Pass hasta Whitehorse, que hoy puede hacerse con una deliciosa locomotora de época

Sin embargo, los restos más notables de todo aquello son los derrelictos de una aventura fugaz y muchas veces desdichada por las condiciones extremas, la ruina de quienes no encontraron nada y la frustración de aquellos que llegaron cuando ya todo estaba repartido. Dragas abandonadas, cementerios de barcos y una fugaz leyenda de prosperidad que quedó sepultada bajo los hielos de esta tierra salvaje y magnífica o fundida en un rico folklore oral.

Comentarios

Deja un comentario