Campos de cicatrices

El próximo noviembre se cumplirán 90 años de la firma del armisticio que ponía fin a la Primera Guerra Mundial. La magnitud del conflicto, los medios que en él se emplearon, la escala de destrucción que produjo y las heridas sociales y económicas que dejó no recordaban a nada precedente. Si además tenemos en cuenta sus consecuencias históricas, podremos estar de acuerdo en la opinión de tantos historiadores que lo consideran el acontecimiento más determinante del siglo XX y el que, en cierto modo, prefiguró decisivamente todo lo que ocurrió después.

Sin embargo, para comprender algo del espacio humano en el que entre 1914 y 1918 tuvo lugar aquella sangrienta carnicería resulta fundamental apartarse de la abstracción de las cifras y acercarse a los campos en los que se libraron sus principales batallas, entre el sur de Bélgica y el norte de Francia.
Y probablemente lo que cause una mayor impresión sea descubrir un paisaje plácido rústico, de relieve suave y algo monótono, jalonado por pequeños pueblos y algunas bellas ciudades de provincias, que discurre a lo largo de kilómetros y kilómetros de lo que fue el frente y un infierno de fuego y acero en la tierra.

Pero a poco que se fisgue por sus senderos podrán descubrirse sus puntos de sutura: restos de trincheras, cráteres de proyectiles y casamatas de defensa costera. Por ejemplo, en Raversijde, Flandes, se encuentra el llamado muro del Atlántico, un entramado defensivo de trincheras y búnkeres edificado durante la Gran Guerra. Mientras que en las vecindades de Verdun se enclavan algunos de los vestigios más llamativos, en forma de fuertes, reductos, túneles, abrigos y un gran museo creado por la Asociación de amigos de la Batalla que en 1915 segó la vida de alrededor de un millón de hombres.  Muy cerca, en la Saillant de Saint-Mihiel puede tomarse un sendero pedestre de 18 kilómetros que nos guía a través de lo que era un sector típico de la época.
Aunque nada resulta más sobrecogedor que los inmensos cementerios y memoriales que los distintos países contendientes erigieron para enterrar a sus victimas. Hay decenas de ellos entre Pas-de-Calais y los Vosgos: ingleses, franceses, alemanes, americanos, canadienses, portugueses, neozelandeses. Miles de tumbas alineadas y en formación que permiten hacerse una impresión instantánea de la magnitud del desastre y rendir homenaje a toda una generación de jóvenes europeos y americanos sacrificados en la contienda.
Memóire du Front, en francés, es una página creada ex-profeso para organizar algunas de estas rutas con todos sus detalles.

Si después de vislumbrar esos fogonazos tan tenebrosos de nuestro pasado necesita coger fuerzas y esperanzas, quedan muy a mano  algunas de las más dulces ciudades de Francia: Reims o Amiens, con sus impresionantes catedrales que sobrevivieron a los bombardeos, la delirante villa medieval de Troyes, o bien un crucero por el Marne y unos tragos en cualquiera de las numerosísimas cavas de la zona de Champagne. Quizás tras asomarse al horror, todo eso pueda reconciliarle con la especie humana, capaz de lo peor, pero también de muchas cosas nobles y hermosas.

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