Brillos de metrópolis

No hace falta ser economista para entender que cuando se dice que una ciudad es muy cara no es que lo sea, o no sólo al menos,  en términos absolutos, sino en relación con los sueldos y poder adquisitivo de sus habitantes o visitantes.

Así, aunque para un turista de un país con una moneda más devaluada o sencillamente que no cuente con remuneraciones de ese calibre, Copenhague pueda parecer escandalosamente onerosa, a quien trabaja allí y se beneficia de sus sistemas públicos es muy posible que no se lo parezca más de lo que a nosotros nos lo puedan parecer algunas capitales españolas.

Por eso, es interesante observar qué tipo de desproporción existe entre lo que gana la mayoría y lo que les cuestan las cosas. Y así visto, Luanda, la emergente capital de Angola, en la que un kilo de arroz vale más de 3€ e ir al cine más de 9; y en la que cualquier restaurante discreto puede regalarnos de postre una dolorosa que haría palidecer al más pintado cuando el grueso de sus pobladores vive con poco más de 1€ al día, recibe con todo merecimiento la consideración de ser una de las tres ciudades más caras del mundo por segundo año consecutivo en el ranking que elabora la agencia de recursos humanos ECA International. Otras capitales africanas, como la del Chad, Ndjamena, o Libreville en Gabón también alcanzan, por parecido motivo, lugares de distinción. En cambio, quizás sea más relativo que en el podio de 2010  hayan precedido a Luanda tanto Oslo como Tokio, dado el criterio que explicábamos al principio.

De hecho, caro y barato también puede ser relativo a las intenciones y necesidades de cada cual. Por ejemplo, las principales ciudades japonesas suelen aparecer en los primeros puestos de estos rankings, si bien en ello influye que la vivienda esté por las nubes, que los servicios profesionales sean caros o que el transporte no sea una ganga. Pero como han comprobado muchos turistas, que viajaban alarmados por esa fama, Japón no está en muchos aspectos por encima de lo que puedan estar la mayor parte metrópolis europeas.  Incluso comer va a resultarnos por lo habitual bastante más económico allí que en Paris,  Madrid o, por supuesto, Zurich o Estocolmo.

Otro defecto que aqueja a las listas de ciudades más caras es que las consultorías que las elaboran suelen hacerlas con el patrón del dólar americano, de tal modo que si la moneda local se aprecia o deprecia respecto a aquél, los resultados se alteran sustancialmente. Un caso clásico en estos últimos años sería el de Inglaterra, en el que si bien la bajada de la esterlina ha supuesto que quienes nos hayamos desplazado allí con divisas fuertes hayamos tenido la impresión de que todo estaba más barato, para los propios ingleses, la compra de combustibles o de muchos productos importados y adquiridos con una moneda más débil ha supuesto ver una merma en su poder adquisitivo.

Con todo, existen otras formas ingeniosas de hacer cálculos de este género. Por ejemplo, el I-pod Index. O lo que es lo mismo, el número de horas que el trabajador medio de una ciudad necesita para comprarse un I-Pod (por ser un producto uniforme y que sirve como referente universal. Otras veces se han utilizado productos alimenticios). Y vemos que mientras que al neoyorquino le cuesta 9 horas, el limeño precisa 86. En realidad, el dato no sirve para saber cuán cara es una urbe, pero si que nos insinúa el poder adquisitivo relativo de quienes habitan en ella cuando se trata de adquirir bienes y servicios.

Pero en definitiva, el tipo de vida que llevemos o aquello que nos guste hacer también influirá en la percepción de un determinado lugar, porque los precios no son homogéneos en todos los ámbitos de la vida. Puede que alguien que sea muy aficionado a tomarse unas cervezas en un bar encuentre un determinado lugar más que razonable, mientras que quien vaya al teatro o a partido de futbol en el mismo sitio puede padecer una fuerte impresión. O a la inversa. Porque a la postre, suele haber casi tantas ciudades como personas la viven.

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