Barcelona incógnita

El sol tibio de la mañana mientras se desciende por Las Ramblas floreadas hacia el mar, la plenitud creativa modernista en obras como la Sagrada Familia de Gaudí o el Palau de la Música Catalana de Domènech i Montaner, el anillo olímpico de Montjuïc con sus estadios y jardines. No por conocida la cara más difundida de Barcelona deja de ser disfrutable.

Pero con su oropel de diseño y su fama internacional puede llegar a ocultar esa otra Barcelona medieval, portuaria, artesana y popular que en el 92 quedó algo desplazada. Esa que, sin embargo, palpita con el alma que no queda retratada en las postales y custodia los secretos que hechizan a los paseantes más curiosos. En un primer círculo escondido encontraríamos los recovecos de la Ciutat Vella, con joyas del gótico civil que pasan casi desapercibidas y rincones en que resuena el eco fantasmal de otro tiempo. Es el caso de los hoy renacientes barrios del Born y La Ribera, o del Call Major, uno de los dos reductos hebraicos que fueron asaltados en 1391, pero del que todavía se conservan rastros como la Sinagoga o los nombres inequívocos de algunas calles. Una de ellas, la de Banys Nous, todavía alberga las guaridas de muchos anticuarios y libreros de viejo. Y en ese mismo entramado sinuoso, que coincide también con parte de la original ciudad romana, nos encontramos con la empinada Baixada de Santa Eulàlia, de la que la tradición dice que sirvió para precipitar a la patrona de Barcelona metida en un barril claveteado.

Si llega el momento en el que el abigarrado y tortuoso corazón de Barcelona nos oprime, podemos poner rumbo a lo que antaño fuera una villa independiente y que se sigue enorgulleciendo de su singularidad. Las calles peatonales de casas bajas y las cálidas y abiertas plazas de Gracia, en las que se para la gente a pegar la hebra mientras juegan los niños, retienen una atmósfera de pueblo de principios de siglo. La Plaça del Diamant (como la famosa novela homónima), la Plaça del Sol o la Plaça del Raspall, en cuya vecindad se afincó la comunidad gitana inventora de la rumba catalana, son buenos lugares para olvidarse de mapas y brújulas y deambular con indolencia cualquier tarde.

Y si bien Barcelona se jacta de buenos parques públicos y jardines botánicos, pocos visitantes se alejan tanto del centro como para llegar al Parc del Laberint, en Horta, ya en los confines de la ciudad. Craso error: tras su restauración hace unos años, se trata de uno de los jardines románticos con más misterio de Europa.

Pero aún con su visita no agotaremos los pasajes laterales que nos quedan para descolgarnos en la ciudad condal. Porque además, como todo buen descubridor de ciudades sabe, muchas veces no se trata sólo de contemplar nuevas cosas sino de mirar las antiguas con nuevos ojos.

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