El origen del cambio de hora

En 1974 los países de la Unión fijaron la obligación de adelantar una hora los relojes durante los meses de más luz – de marzo hasta septiembre- y atrasarlo en los de menos, con el objetivo de reducir el consumo de electricidad. La primera gran crisis del petróleo fue el origen de esta decisión. Sin embargo, hasta 1981 no se creó una normativa al respecto, renovable cada cuatro años hasta que en 2001 se le dio carácter indefinido. De este modo, el último domingo de marzo los relojes se adelantan una hora y se retrasan el último de octubre en todo el territorio comunitario.

No obstante, no todos están contentos con esta medida. Los detractores señalan entre sus razones, la dificultad para medir de manera universal cuáles son los efectos de este cambio de horario; las diferentes repercusiones que tiene en cada zona geográfica, ya que no beneficia a todos por igual –ni siquiera dentro de un mismo país-, así como según la actividad que se realice predominantemente en cada lugar. Desde este punto de vista, el inicial objeto de esta norma, que es el ahorro energético, no se cumple de igual manera en un país del norte que en uno del sur.

Por otro lado, está la polémica de la fecha idónea para realizar estos cambios. En este sentido, los más críticos apuntan a que lo más justo sería seis meses para cada horario, con lo que verdaderamente se aprovecharían las horas de sol.

Hasta el momento, los datos que se conocen sobre los efectos de los cambios de hora no son muy alentadores. La Comisión Europea admitió en 2000 que el ahorro de energía era de entre un 0 y un 0,5%. Este año, desde que adelantáramos la hora pasado mes de marzo hasta este domingo se estima que hemos ahorrado un 5%.

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