Corsarios del Siglo XXI

La noticia saltaba la semana pasada a primera plana. El gobierno español había decidido litigar con la empresa Odyssey, propietaria del barco de rastreo submarino del mismo nombre, ante la sospecha de expolio de un pecio que bien podía tener enseña española o bien podía hallarse en sus aguas jurisdiccionales. La negativa del Odyssey a dar los detalles de su hallazgo, valorado en casi 400 millones de Euros, está en el origen de la denuncia.

¿A qué tanto oscurantismo del navío americano?

Pues porque ciertos datos son clave para dirimir el reparto del botín. Cada Estado tiene 24 millas alrededor de sus costas en las que las leyes internacionales le reconocen el derecho a reclamaciones. Atravesado ese umbral, la ley se torna más nebulosa. Aún así, España dispone de una ley de patrimonio que extiende esa distancia a toda la plataforma continental, esto es, 200 millas. Y además, en caso de probarse que la nacionalidad del galeón hundido era española, la demanda tendría también muchas opciones de progresar. Por su parte, el Odyssey intentará el amparo de la legislación estadounidense, mucho más favorable a los cazatesoros, si bien ya en anteriores ocasiones han fallado en su contra.

El debate que subyace tras éste caso y otros similares es qué consideración deben recibir los tesoros hundidos. Detrás de su aureola romántica, muchos expertos en legados arqueológicos denuncian una actividad puramente depredatoria de los buscadores. Es un problema de concepto todavía irresuelto: a diferencia de los yacimientos terrestres, los barcos que naufragaron no gozan de estatutos ciertos de protección y están expuesto a las asechanzas de los modernos piratas.

Mientras, las empresas dedicadas a la labor se defienden aduciendo las inversiones que acometen para encontrar los restos y las lagunas legales que impidan su actividad.
Actualmente, la Unesco ha propuesto un Convenio para la Protección del Patrimonio Cultural que incluiría los fondos marinos, para que cada país se quede con los pecios hallados en sus aguas, pero el acuerdo sólo ha sido suscrito por ocho países. En añadidura, el convenio sigue sin satisfacer las exigencias de los conservadores, que argumentan que un derrelicto marino no debería ser destruido en ningún caso y simplemente tendría que ser investigado, documentado y catalogado como cualquier otro resto patrimonial.

La guerra está servida. Y no tiene visos de terminar pronto, porque los más de 400 pecios que podría haber sólo en las cercanías del Estrecho de Gibraltar seguirán despertando la avidez de los cazadores de tesoros y la postura equívoca de muchos gobiernos implicados.

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