¿Arte urbano o vandalismo?

El graffiti moderno nace a finales de los años 60 como una expresión contestataria, marginal y vinculada a los círculos de amantes de la música rap. Su primer escenario es el metro de Nueva York y el estampado de firmas con rotuladores de tinta indeleble su manifestación original. El objetivo era extender el propio nombre y fama entre otros aficionados a fuerza de conseguir que la firma de uno apareciera en el mayor número de lugares posible.

Desde entonces, sus formas han ido progresando, los materiales para su creación se han especializado y su cultivo ha crecido en el mundo. También en España,  donde cuenta con un entusiasta número de adeptos.

El principal problema del graffiti es su consideración social. El hecho de que los graffiteros pinten sobre superficies públicas o privadas ajenas hace que existan implicaciones legales que interfieran en su aprecio puramente estético. Además, la filosofía de algunos de sus practicantes, que valoran la dificultad y el riesgo como elemento decisivo, y que creen que sólo si no es consentido el graffiti tiene razón de ser, agrava la situación. Algunos consistorios han querido llegar a una especie de acuerdo tácito con los practicantes de la disciplina, ofreciendo paredes para la realización de murales y facilitando espacios públicos para su decoración, aunque no siempre eso haya acabado con la proliferación de las firmas territoriales que desfiguran nuestras ciudades.

Muchos graffiteros hacen incluso ellos mismos una distinción: no es lo mismo un gran mural planificado con cuidado, que requiere horas de trabajo y una habilidad técnica notable, que los garabatos llamados tags (firmas). Y tampoco es lo mismo ilustrar la pared de unos almacenes suburbiales abandonados que la de un monumento público o una casa particular.

El coste al erario es otro de los factores dignos de consideración del fenómeno: un ayuntamiento como el de Madrid, por poner un ejemplo, puede gastar más de seis millones de Euros al año en limpieza de fachadas, mientras que un bote de aerosol sale por unos tres euros y se vende libremente sin que se haya planteado nunca ejercer un control sobre su comercio.

Por otro lado, las ordenanzas municipales de cada ciudad son las encargadas de sancionar con multas los graffiti ilegales. La actual tendencia es aumentar la cuantía de las sanciones, que hasta el momento no suelen significar ningún descalabro económico para el infractor. Y tampoco están tipificados como delito penal.

Los acercamientos más templados a la polémica postulan la necesidad de ofrecer facilidades a aquellos que tengan una ambición artística y constructiva en su ejercicio, mientras que quienes han padecido sus efectos reclaman mayor rigor y vigilancia para que ensuciar puertas, paredes y mobiliario urbano no tenga impunidad.

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