Las vacunas han sido uno de los progresos científicos más importantes en la historia de la salud y han elevado la esperanza de vida de forma incontestable. Por ello, pese a los recelos poco fundados de sus detractores, la vacunación de los niños sigue siendo una prioridad de la mayoría de gobiernos del mundo y ha permitido casi extinguir muchas enfermedades que hace un siglo eran endémicas y podían tener efectos irreversibles.
Sin embargo, este énfasis en las poblaciones infantiles hace que a menudo se pase por alto la importancia que también tiene la vacunación en las poblaciones adultas y, de modo señalado, la de los adultos mayores. Y es que, la edad puede debilitar nuestra respuesta a las infecciones y la capacidad del sistema inmunitario para responder a determinadas amenazas. Enfermedades que en una persona joven y sana no implican apenas riesgo sí lo tienen a partir de un cierto punto de nuestra vida.
Es por esta razón que conviene saber que muchas de las principales enfermedades a las que estamos expuestos pueden prevenirse mediante una vacuna, como es el caso de todas aquellas provocadas por el Streptococcus pneumoniae (causante de neumonía, meningitis o septicemia, entre otras), el tétanos, la tos ferina o el herpes zóster.
Mención aparte merece el caso de la gripe, cuya vacuna también se aconseja a determinados pacientes, por más que su eficacia diste de ser óptima. Aun así, las vacunaciones consiguen no sólo reducir la incidencia de la enfermedad, sino las hospitalizaciones.
El problema es que a menudo olvidamos el calendario de vacunaciones, desatendemos las recomendaciones o simplemente no somos conscientes de que una determinada situación de salud, como un problema cardiovascular o respiratorio, aconseja extremar la prudencia. Por ejemplo, quienes nacieron antes de la extensión de las campañas de vacunación de los años 60 suelen estar desprotegidos ante el tétanos, pero si por ejemplo padecen de llagas o tienen heridas –y especialmente si son ingresados por algún motivo en un hospital- resultan vulnerables a esta peligrosa infección.
Vacunarse no sólo puede evitar que cojamos una enfermedad o en ciertos casos atenuar sus efectos, sino también formar parte de su cadena de transmisión y contribuir a una propagación más rápida y extensa al contagiarla a amigos, familiares y vecinos. En resumidas cuentas, es una cuestión de salud, pues el sistema de vacunación rebaja la mortalidad y mejora la calidad de vida, pero también de responsabilidad.
Eso sí, no es cuestión de tomar la iniciativa por nuestra cuenta y riesgo. Lo más aconsejable es que lo hablemos con nuestro médico de cabecera y sea él quien nos recomiende las mejores vacunas en cada caso.