Tentación albanesa

Ha sido durante siglos, y aun hasta hoy, el país más escondido de Europa. Su lengua sin parentesco con ninguna otra en el continente, su quebrada orografía y su torturada historia han conspirado para mantenerla como un renglón aparte y han contribuido a la conservación de rasgos culturales que la distinguen acusadamente de cualquier otra nación del mundo.

La ocupación otomana del siglo XIV y la posterior conversión masiva al Islam del siglo XVII también singularizó sus costumbres, si bien el Kanun, el ancestral código de leyes albanesas siguió en vigor y se desarrollo en todo el norte del país hasta la implantación del régimen comunista. Éste último, liderado por Enver Hoxha y que fue rompiendo con todos los países de la órbita socialista al considerarlos revisionistas tras la muerte de Stalin, acentuó su aislamiento internacional, mientras que  la caída del sistema en 1989, la posterior etapa de corrupción institucional y la desintegración de Yugoslavia han ido trayendo nuevas turbulencias y brotes de conflictividad social.

Sin embargo, pese a las carencias de su población ya  la debilidad del estado, Albania pugna hoy por darse a conocer y atraer a viajeros que quieran admirarse con un pedazo de mundo que concentra en su pequeño territorio tantos contrastes y rastros de sus contactos con el mundo helénico, romano, turco o italiano.

Lo cierto es que su infraestructura de alojamientos y transportes no puede homologarse a la de ningún país mediterráneo, pero eso forma también parte de su encanto: en Albania uno encuentra amplias franjas de costa virgen -la costa jónica, con su centro en la bucólica Saranda y con atractivos como las ruinas griegas de Butrint, Patrimonio de la Humanidad, bien podrían figurar entre los mejores destinos marítimos de Europa- mientras que las zonas altas del país, en muchas ocasiones por encima de los mil metros, y algunas de sus viejas poblaciones guardan un perfume medieval de alta concentración que resulta ya muy raro de hallar en otros lugares.  Es el caso de Gjirokastër, lugar de nacimiento del gran escritor albanés Ismail Kadaré, con su caserío de ricos propietarios otomanos que ha preservado hasta nuestros días la semblanza de cómo podría ser un pueblo balcánico de este tipo en el siglo XVII o de la incomparable Berat, la ciudad de las mil ventanas, arracimada alrededor de su castillo.

Sus grandes centros urbanos quizás no hayan resistido tan bien los envites de la etapa socialista y sus presuntos afanes modernizadores. Las guerras del siglo XX,  la arquitectura estalinista y el desarrollismo menos atento a la estética se pueden haber llevado por delante buena parte de los encantos de Vlorë o Durrës, pero aquí y allá se van encontrando sugerentes señales de su pasada riqueza: mezquitas, baños, fortalezas y parques, mientras que el alcalde de la capital,Tirana, ha andado empeñado en una operación cosmética de pintado de fachadas, demolición de edificios ilegales y recuperación de espacios públicos que posiblemente la haya tornado más coqueta y confortable.

Pero metropolitana o rural, arcaica o ansiosa de modernizarse, Albania ofrece al viajero muchas satisfacciones, la hospitalidad de un pueblo que ansía intercambios con el mundo exterior, una sorprendente gastronomía o un rico patrimonio de cultura popular. Y, por encima de muchas otras ventajas, la seguridad de no encontrarnos con hacinamientos y lugares sobreexplotados por el turismo de masas. Mejor pues saborearlo mientras se esté todavía a tiempo.

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