Seborga, el Principado Floral

Por más que se apele a destinos ineluctables y voluntades fatales, la historia de la formación de los estados europeos ha tenido mucho de peregrino y caprichoso y sus fronteras presentes suelen ser más arbitrarias que otra cosa. Está además jalonada de rarezas, anomalías que han quedado materializadas en nuestro mapa político. Así, un puñado de pequeños estados  -principados, ducados y repúblicas-  han conseguido conservar su soberanía contra todo pronóstico: Liechtenstein, San Marino o Mónaco. Otros, como Seborga, parece que no lo consiguieron. Pero parte de sus habitantes tienen una idea distinta al respecto.

A efectos oficiales internacionales, Seborga es un municipio italiano, un pequeño comune con menos de 400 censados y sin ninguna potestad distinta a la de sus pares de Liguria y del resto de la bota.  Pero en su día, y de esto hay firmes pruebas documentales, gozó de autonomía bajo el gobierno de un Príncipe del Imperio y abad cisterciense. Fue así hasta que en 1729 los monjes vendieron esta posesión al rey de Piamonte y Cerdeña, Victor Amadeo II. El resto de la historia es más o menos del dominio público: Las guerras napoleónicas, el reparto del Congreso de Viena, la unificación italiana…

Seborga, emplazada en una hermosa zona de la Riviera ligur, enfrente de su espejo monegasco, siguió eminentemente dedicada a la actividad agrícola, muy especialmente a la del cultivo de las flores que aún hoy se desparraman por su accidentado terreno de colinas que llegan hasta el mar. Mas en 1960 Giorgio Carbone, jefe de la cooperativa local, reparó en que Víctor Amadeo II jamás registró la adquisición, y que en consecuencia Seborga nunca fue incluida formalmente en los tratados y constituciones que siguieron a la compra. Amparándose en ese vacío, reivindicó el derecho a mantener la condición de Principado, consiguió hacerse elegir él mismo príncipe con el pomposo título de “Sua tremenditá Giorgio I”  y con el apoyo de los vecinos fundó un estado con moneda, himno y hasta una moneda reconocida por el banco Internacional y de uso corriente dentro del municipio.

Aunque estas proclamas nunca hayan desafiado la autoridad del estado italiano, el pintoresco contencioso de Seborga ha atraído en los últimos años la atención de la prensa y ha conseguido que muchos curiosos se acerquen a este bien conservado pueblo, que de otra manera quizás estaría sumido en un inmerecido anonimato, a la vista de sus muchos encantos. Por ello, muchos opinan que la reivindicación seborgana tiene mucho de maniobra de promoción turística.

Bien pudiera ser. Pero habida cuenta de la gracia de la estrategia, del sentido del humor con el que ha sido llevada a cabo, del fundamento en el que se sostiene y de que ha permitido que muchas hayamos conocido su hospitalidad  y la delicadeza de su atmósfera, no puede dejarse de tener simpatía por este principado imaginario y feliz ejemplo de micronación. Y que no embriagados por su fragante perfume y su hechizo medieval, inspirados por el lema de su escuda “Siéntate en la sombra” abracemos la causa monárquica y gritemos “Larga vida a Giorgio I y Larga vida a Seborga”.

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