Prez de la Escocia ignota

Ahora que la ginebra parece atravesar su momento más dulce y prestigioso, y que los rones con mucha solera se hacen cada vez más visibles en el mercado sin que por ello pierdan comba los de orientación más festiva y coctelera, el whisky puede aparecer como una bebida intensa y dura para bebedores serios. Tampoco hay nada de malo en ello, después de tantos años de productos adocenados que han mermado esa idea noble y elevada que este aguardiente tan seco y a la vez aromático nunca debió perder.

Porque la del whisky es una historia de paciencia y riesgo, sabiduría lentamente transmitida y aventura a partes iguales.  Los monjes en sus abadías fueron los primeros en proceder a su destilación y, aunque todo indica que se hacía desde fecha muy anterior, el primer documento de que hay constancia nos emplaza en las postrimerías del siglo XVI. De todos modos, aquel espirituoso todavía era algo bastante distinto de lo que en los siglos posteriores llegaría a ser. Fue a lo largo del XVIII y principios del XIX que adquiriría su personalidad distintiva, mientras goteaba de los alambiques de sótanos clandestinos y contrabandistas mercadeaban con él para evitar pagar impuestos a una corona inglesa a la que no hacía tantos años muchos habían combatido.

Es a partir de la segunda mitad del XIX que el negocio se establece en unos términos más regulares, tras la abolición de las tasas desmesuradas y la introducción de algunas de las mejoras técnicas que dieron al aguardiente de malta (a veces mezclado con aguardiente de grano en los populares “blended” , que realmente es la forma si no más excelsa si más popular y consumida de la bebida en el mundo) su final definición. Eso no significa que todo rodara sin sobresaltos: el diezmo humano y económico de la Primera Guerra Mundial, la Ley Seca americana o  la competencia de otros productos fueron piedras de toque gracias a las que el whisky engrandeció su leyenda y forjó el carácter de las destilerías que aguantaron todos esos embates.
Sin embargo, hoy muchas de esas compañías han dejado de ser el orgullo de una familia o comunidad propietaria para integrarse en una multinacional, sin que ello tenga que suponer perjuicio de su calidad, pues el proceso de producción apenas se ha alterado en este tiempo. La gigante Diageo posee 15 de los single malt más reputados, con nombres de tanto relieve  comoLagavulin, Talisker o Caol Ila entre sus abanderados, mientras que grupos como Bacardi y  Pernod también participan del negocio.  Pero también hay otras muchas gestionadas por fabricantes independientes o simplemente menos conocidos y que gozan del más alto aprecio de los aficionados y catadores especializados.

Por citar apenas uno de cada una de las regiones productoras, una buena iniciación en esta cara oculta del whisky escocés podría comenzar con un Glengoyne del sur de las Highlands, seguir por los largos, ajerezados y simplemente soberbios Glen Grant de Speyside, detenerse lo necesario en algunos de los mejores Bladnoch de las Lowlands (una zona que ha padecido una seria extinción de históricas destilerías)  y rematar con un suave y ahumado Bunnahabhain de Islay, la más activa de las Hébridas productoras de whisky.

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