Microcosmos lírico

O por lo menos, la función central en su discurrir social, el evento dónde se manifestaba la posición y el estado, el hecho alrededor del cual orbitaba todo lo demás. Su importancia como foro y escaparate de las clases acomodadas trascendía con mucho la melomanía, y a él acudía todo el que quería ver o dejarse ver, conocer los últimos cotilleos, exhibir su facilidad para el derroche, buscar pretendientes, enseñar conquistas, intentar medrar o simplemente divertirse con todo ese ir y venir de vanidades y anhelos.

Con sus ritos codificados, variables a través de sus cuatro siglos de evolución, no es tan descabellado establecer puntos de contacto entre el mundo de la ópera y de sus seguidores con el de las subculturas juveniles que en el siglo XX crecieron al calor de una determinada música, pero que implicaban muchas otras cosas: ciertas preferencias, actitudes, formas de vestir y de afrontar la vida; hasta unas ideologías políticas. La diferencia es que, en sus principios, la ópera era una subcultura de la gente más pudiente. Pero luego se fue haciendo popular, o por lo menos al alcance de la burguesía y las clases medias, y el bel canto también expresó las preocupaciones de estas clases emergentes. Desde la aspiración de mayor justicia social a las reivindicaciones nacionales, el siglo XIX es el momento de esplendor de este arte y el momento en el que tuvo más impacto e interacción con la vida real. También, en ocasiones, dio cobijo a siniestras expresiones: el festival de Bayreuth, dedicado a representaciones wagnerianas, fue durante la década de los 20 del pasado siglo uno de los entornos culturales en los que se auspiciaron las ideas del ultranacionalismo antisemita alemán, que derivaron en el nazismo.

Pero es en ese arco de años que va aproximadamente desde un poco antes de la Revolución Francesa hasta el fin de siglo cuando el canto lírico encuentre unos albergues a la medida de su protagonismo y opulencia, un poco aparatosa y grandilocuente incluso: los teatros de la Ópera.

La Fenice de Venice, La Scala de Milán, el Bolshoi moscovita, el Festspielhaus de Bayreuth, el Covent Garden londinense, el Wiener Staatsoper, el Liceu de Barcelona, la Ópera Nacional de París o el Teatro Colón de Buenos Aires, entre otros, son monumentos de esa época y visitarlos hoy, sentarse en sus sillones tapizados, acomodarse entre sus suntuosos terciopelos y gigantescas lámparas de araña, desplazarse por esos salones y pasadizos fieles a un lujo grave es como asomarse a un universo por el que flota un cierto hechizo fósil. Porque ciertamente hoy, la ópera -con todas las excepciones que se quiera- se alimenta principalmente de su pasado y rica memoria, y su frecuentación se reviste a menudo de una apariencia encantadoramente demodé y que ha cambiado a un ritmo mucho más cadencioso que el de otros ámbitos sociales.

Pero no vaya a pensar el lector que nada conozca de este ambiente que se trata de uno puramente residual , polvoriento y añoradizo de tiempos mejores. Conseguir una entrada -no digamos ya un abono de temporada o un palco- en la mayoría de esos recintos es tarea que requiere tesón, suerte y hasta recomendación. Porque ya sea con auténticos aficionados a las grandes arias y a las vibrantes puestas en escena o con quienes consideran que sigue desempeñando un privilegiado papel de mentidero social, los principales teatro de la ópera del mundo se siguen llenando en cada función y su peculiar microcosmos permanece vivo, reproduciéndose, transmitiéndose a nueva generación de hombres y mujeres adaptados a su especial hábitat.

Y es que pocas veces el nombre de esta sección parecerá escogido más a propósito: nos atraiga o nos provoque reservas, el que gira alrededor de la lírica es todo un estilo de vida.

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