Linajes en 35 mm.

Unidas como una piña hasta las últimas consecuencias o enemistadas sin remedio para siempre, dedicadas a nobles propósitos o conchabadas para fines delictivos, conservadoras o disfuncionales, mortalmente aburridas o delirantemente extravagantes. La familia, sus circunstancias y relaciones, ha sido una pasión constante para directores y guionistas de cine y uno de esos temas cuyo retrato les ha dado magníficos resultados.

Algunos se han convertido en clásicos indiscutibles. Ahí está la saga de El Padrino de Francis F. Coppola, que se ocupa de la familia en mayúsculas, una dinastía del crimen cuya misma existencia es más importante que la existencia individual de sus miembros. Las raíces del creador de la trilogía no extrañan, habida cuenta del valor casi sagrado que se le concede a la familia en el país trasalpino. De hecho, el gran cine italiano posterior a la Segunda Guerra Mundial abordó el asunto con diversos enfoques, desde los más sociales, como ese padre de la posguerra que para sacar adelante a su hijo se ve abocado a una dura peripecia en El Ladrón de bicicletas (Vittoria de Sica, 1948), a los más cómicos y ligeros, como ese desternillante pero negrísimo Divorcio a la italiana (Pietro Germi, 1961). No obstante, quizás sea el conmovedor acercamiento a una familia del sur rural trasplantada a Milán de Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1960) una de las cintas más definitivas para comprender la fuerza, a veces hasta irracional, de los lazos de sangre.

Aunque también encontraríamos ejemplos tan tremendistas y desgarradores en el cine americano, existe en él una veta especialmente prolífica de descripción familiar: aquella que se ocupa de grupos especialmente excéntricos, intempestivos, unidos en su rareza. Un recorrido por esa América familiar tan insólita e inevitablemente cómico podría empezar por Vive como quieras (Frank Capra, 1938), continuar por La Familia Addams (Barry Sonnenfeld, 1991) y acabar en Los Tenenbaums (Wes Anderson, 2001), uno de los últimos cantos a estirpes que en su propio desequilibrio encuentran su fortaleza.

El cine español también ha dado algunos de sus más excelentes frutos cuando ha puesto en escena a la institución. A veces con la crudeza descarnada de Luis García Berlanga (El Verdugo, 1961) o con el vitriolo de Jaime Chávarri al plasmar la descomposición del clan Panero en El Desencanto (1976), otras con un desenfado y ternura, caso de La Gran Familia (Fernando Palacios, 1962) o su continuación La Familia…y uno más.

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