La vuelta a Europa en 80 copas

Habrá que tomarse el asunto con mucha moderación o, como hiciera el historiador Fernand Braudel cuando resiguió la aventura de la destilación en Europa con su estudio Bebidas y Excitantes, ponerse un pretexto científico. Pero si la Unión Europea ha de suponer un acercamiento a las costumbres de nuestros vecinos continentales, no podrá soslayar un hábito tan querido y significativo en la historia cultural de cualquier pueblo como el de compartir un trago de su licor favorito.

Ahora bien, quien indague con afán completista puede cogerse una cogorza de órdago. Porque la riqueza de soluciones, de variedades regionales, de materiales y alambicamientos que componen esta historia no cabría en la licorera más espaciosa.

Si Francia le parecía a De Gaulle un país difícil de gobernar habida cuenta de la enorme variedad de quesos distintos que producía, tuvo suerte de no reparar en los caldos. La ronda podría empezar con ese aperitivo ubicuo, aunque originario de Provenza, llamado Pastis, una especie de anisado muy aromático que se diluye con agua en las largas sobremesas del cafè o mientras se espera el apetito. En Normandía habrá que darse un lingotazo de Calvados, el aguardiente de las ricas manzanas ácidas que cubren las brumosas campiñas del noroeste. Y sería insensato no regalarse con un poco de licor de Cassis, el suave jarabe de arándanos que se mezcla con agua o Champán. Aunque, claro está, si hablamos de espirituosos galos, la vista está siempre fijada en los Cognac y Armanhac, los licores reyes de la gastronomía mundial.

Al otro lado del canal, Inglaterra es la más fina elaboradora de Ginebras, con consentimiento de Holanda. Pero las Islas Británicas son conocidas en el mundo entero por la excelencia de sus Whiskies de pura malta, destilados con las purísimas aguas de Escocia. Una injusticia según los irlandeses, que se atribuyen el invento y oponen que sus marcas nada tienen que envidiar a las de sus parientes gaèlicos.
Tales disputas se reproducen en el confín este del continente. Porque si bien el Vodka va asociado a Rusia de forma irrevocable, Finlandia se jacta de fabricar un producto superior y, muy especialmente, los polacos lo considera original de su tierra y sus destilerías las mejores de la especie.

Algo más al Sur, la bondad de la cerveza checa ha dejado poco espacio a otros alcoholes. Pero el perfumado Becherovka, con regusto a canela y hierbas no falta en ninguna despensa bohemia. Y en los Balcanes, el Marraschino, un fermento de cerezas, ha hecho fama mundial por su adecuación a muchos cócteles. Es la versión dulce de la mucho más contundente Rakija, que a partir de ciruelas inunda con sus vahos etílicos todos los dominios de lo que fuera el Imperio Otomano. ¿Todos? No exactamente, porque los griegos encuentran buenas todas las horas para servirse un dedal de Ouzo, el anís específico de los helenos.

Y aunque a estas alturas la vista ya vaya nublada, los cordiales y digestivos italianos exigen su cuota: Limoncello en Sicilia, Vermut en el Piamonte o Amaretto en Lombardía, entre tantos otros. Será la antesala perfecta para acabar con una de las bebidas más míticas y prohibidas de nuestra historia común: la Absenta, el destilado alucinógeno de ajenjo, que enorgullece a los suizos, pero que se enquistó por doquier, con particular pujanza en Moravia o Francia.

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