La tercera Roma

Un tránsito espeso de coches embarrados progresa entre jirones de niebla. A ambos lados de la carretera la vista se hunda en una estepa helada y sin término y sin referencias humanas. En el horizonte, pesados, monótonos, cochambrosos enjambres de edificios maltrechos tapian la vista. La llegada a Moscú por la carretera que la une con el aeropuerto de Sherementievo no es precisamente idílica. Pero prepara perfectamente para una ciudad tan intensa, avasalladora, dura y llena de contrastes.

Y eso que quizás debió ser una ciudad mercantil cálida y acogedora. Escenario de ese tipismo ruso de las ilustraciones de Bilibin, con sus barrios de madera pintada, sus patios de artesanos, sus cúpulas doradas, sus alamedas, sus palacetes con porches en los que uno se sentaba a tomar el te. Sin embargo, ese Moscú se lo tragaron las llamas con las que sus habitantes la pretendieron defender de Napoleón y, algo más de un siglo después, Stalin acabó de desfigurarla.

La llegada al poder del feroz autócrata supuso también el advenimiento de arquitectos que dieron a la ciudad un semblante a su gusto: serio, gigantesco, plomizo. Como dicen los moscovitas con encomiable humor negro, Stalin construía firme, y la ciudad sigue hoy dominada por las amenazantes moles de los Visotniye Zdaniya, los siete grandes rascacielos que se erigieron en la década de los 50 y que con su altura y monumentalidad eran una verdadera exhibición de la omnipotencia del Secretario General del Partido. El Hotel Ucrania, la Universidad Central de Moscú o el Ministerio de Asuntos Exteriores, ese legado que ingeniosamente ha sido llamado gótico-estalinista, forman parte irrenunciable de la identidad de la ciudad tanto como sus amplísimas avenidas o esa imponente fortaleza, corazón multisecular del poder imperial y que ha dado incluso pie a una ciencia propia, la kremlinología.

Pero si Moscú sobrecoge al visitante por su inmensidad, por la vastedad de sus espacios abiertos (el río Moscova y los puentes que lo cruzan, las inacabables calles, los superpoblados barrios periféricos, el monumental metro, la Plaza Roja, los parques, además de todo lo ya mencionado), todavía guarda algunos lugares recoletos, destellos de la antigua y pintoresca capital: la calle peatonal del Arbat, el arbolado bulevar Gogol, las mansiones decimonónicas que pese a todo abundan por sus inmediaciones, los mercados callejeros, las innumerables y a menudo destartaladas iglesias ortodoxas, con su interior tan lleno de encanto, velas e iconos o, desde luego, esos prodigios arquitectónicos sin parangón que son el Monasterio de Novodevichi y la Catedral de San Basilio.

Y es que aunque Moscú pueda resulta hosca e intimidante para el viajero, también deja en él un poso, un fondo de admiración y asombro por su torturada historia, la sensación de haber estado en un lugar distinto a cualquier otro. Y se entiende un poco más la devoción que siempre han sentido los rusos por ella y que en uno de sus recurrentes excesos de patriotismo les llevó a bautizarla como la Tercera Roma.

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