La puerta de África

Tánger es, para los españoles, algo así como la puerta de África; mientras que para los marroquíes es, en muchos casos, el lugar desde donde más cerca se vislumbran sus sueños de una vida mejor, más allá del estrecho de Gibraltar. Pero, sea como fuere, y desde cualquier perspectiva, su estratégico emplazamiento, ha convertido esta bulliciosa ciudad en objeto de deseo desde que la fundaran los fenicios allá por el 1450 a. C. Ha pasado por manos romanas, bizantinas, árabes, españolas, francesas, portuguesas; e incluso ha formado parte de condominio del que formaban parte países tan dispares como la Unión Soviética y Estados Unidos.

Hasta 1960, tras la independencia de Marruecos, no se anexiona finalmente al Reino del que hoy forma parte, conservando su diversidad cultural y haciendo gala de una armónica convivencia entre religiones.

Paul Bowls, uno de los autores imprescindibles de la llamada generación”Beat”, consideraba Tánger era “una ciudad como uno se imagina que debía de ser Europa en la Edad Media”. Conserva parte del exotismo marroquí, impregnado de un espíritu cosmopolita que, sin duda, resulta de lo más chocante. Otro enamorado de la ciudad fue Henri Matisse. La luz y las texturas de Tánger consiguieron levantarle del letargo artístico en el que le había sumido la muerte de su padre; el resultado puede verse en más de una veintena de sus brillantes lienzos que llenan las paredes de alguno de los museos más importantes del mundo

Dos o tres días pueden ser suficientes para hacer una aproximación interesante a la ciudad. Lo más indicado, si no se busca sol y playa, es alojarse en uno de los muchos Riads –casas típicas marroquíes- que se encuentran dentro de la medina. La decoración local y el bajo precio los convierten en la mejor opción y, algunos de ellos, además de ser preciosos ofrecen unas maravillosas vistas desde sus azoteas.

Dentro de la Kashba, la zona amurallada de la ciudad, se encuentra el Museo del Palacio Dar el Majzen, al que se puede acceder por sólo un euro. Pegada a ella, en el sur, encontramos la antigua Medina; sus callejuelas, llenas de pequeños comercios, donde los artesanos viven y trabajan, son realmente pintorescas. Aquí se encuentra el Zoco Chico, un buen lugar donde hacer compras -no sin regatear- y probar la bebida local: el té a la menta, que se sirve casi escanciado.

Ya fuera de la Medina, junto a la bulliciosa plaza del 9 de abril, encontramos el Gran Zoco, donde bien se pueden seguir las siempre agotadoras compras. Por esa misma zona, del glamouroso Tánger de los años 30, en la mayoría de los casos, sólo quedan las fachadas: las del Teatro Cervantes o el Gran Hotel Villa de París, por ejemplo; aunque aún se puede visitar el emblemático -hoy decadentísimo- Café París.

Puede ser también interesante ver necrópolis púnico-romana, situada en el barrio Marsham, muy cerca del también famoso Café Hafa, desde donde se contempla el Mediterráneo a un lado, el Atlántico a otro y, en el frente, España. Un té bien vale la calma que se respira en el lugar que a tantos artistas inspiró y cuya parroquia, a día de hoy, es de lo más variopinta.

La Catedral Católica, la Iglesia de San Andrés o el barrio judío también merecen una visita; un buen ejemplo de convivencia pacífica y mezcla cultural que pone la guinda al exótico encanto de esta ciudad.

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