Un día de 1854, un viajero ajado y sediento, ataviado con ropas de comerciante, con una gran cicatriz en su rostro y ducho en lenguas semíticas y africanas llega a las puertas de la inviolada ciudad de Harar. La profecía decía que si un europeo las franqueaba la ciudad entraría en decadencia, y por eso llevaban lustros sin dejar entrar abiertamente a ninguno. Pero ese viajero no es un hombre cualquiera, sino el capitán Richard Francis Burton. Con su vida colgando de un hilo, Burton es presentado al emir de Harar, quien le concede gracia y hospedaje. Sus ojos de entomólogo, como ya han hecho a lo largo de toda la expedición precedente, registran con avidez e inteligencia aquel rincón de África incógnito para los occidentales hasta su llegada.
La rareza del enclave ya llamaba la atención en tiempos del admirable explorador. Un mito, una ciudad prohibida y amurallada, un reducto musulmán en una Etiopía mayoritariamente cristiana o animista y poblada por un conglomerado humano que había ido adquiriendo una identidad propia, hasta el punto de hacerse llamar Gey Usu “la gente de la ciudad”. Pero esa elusividad no les había hecho un pueblo huraño y encerrado en sí mismo. De hecho, los rasgos que mejor describen a Harar son su poderosa tradición comercial, su espiritualidad manifestada en casi un centenar de mezquitas y otro de santuarios, así como en un riquísimo cultivo de la poesía y una cierta licenciosidad de las costumbres, que Burton no se priva de insinuar, y que contempla desde una moral sexual relajada a una franca inclinación por licores y hierbas narcóticas.
Pero contra el vaticinio, ese contraste entre misticismo islámico y sensualidad oriental que la hace ser considerada la cuarta ciudad santa del mahometanismo y también uno de los principales mercados de qat, la suave droga vegetal que se masca mientras se declaman poemas y se ríe al fresco con los amigos (antes de que sobrevenga la melancolía) no se quebró tras la llegada de Burton y sí perduró lo suficiente como para atraer a hombres como ese Arthur Rimbaud que huyó de Europa con la intención de “nadar, hollar la hierba, cazar, sobre todo fumar y beber licores fuertes como metal fundido”.
En 2004 Harar aún era merecedora del título de Patrimonio de la Humanidad que la Unesco le concedió. A una altura de 1880 metros, su laberinto de casas blancas de adobe, mercados y templos, sus afocas de vecinos que llevan el peso de la vida comunitaria harari, sus bazares de café y qat, o sus desenfadados habitantes no se han dejado alterar sustancialmente por el tiempo, las adversidades de la existencia africana o la llegada de extranjeros occidentales. Es más, como cuenta Kevin Rushby en su libro “En busca de las flores del paraíso”, en nuestros días, en un concurso radiofónico local, se puede oír la pregunta ¿Por qué puerta accedió Burton a la ciudad? Tal vez en esa anécdota resida la sabiduría de Harar: saber absorber las influencias externas sin dejar de ser orgullosamente ella misma.