Las autoridades españolas han manifestado en más de una ocasión su preocupación, sincera o hipócrita, por nuestras bajas tasas de natalidad. Pero no puede precisamente decirse que hayan tomado medidas estimulantes para auspiciar el crecimiento de esas cifras. Porque es el estado de la UE que menos dinero invierte en prestaciones familiares según las cifras que maneja el Instituto de Política Familiar.
A las dificultades que ya suponen las largas jornadas de trabajo y las complicaciones de acceso a la vivienda, unas ayudas escasas, poco flexibles y muy difíciles de conseguir excepto para personas con muy pocos recursos resultan un parco incentivo para afrontar la responsabilidad de la paternidad. A corte de ejemplo, Alemania da 12 veces mayores cuantías por hijo y países como Luxemburgo o Austria se encuentran a distancias fabulosas de la media española.
Mientras la pirámide poblacional continúa invertiéndose, no hay visos de una universalización de las ayudas, como sí ocurre en la mayor parte de estados de la Unión. Los límites de renta son el baremo principal para la concesión de esas prestaciones, que además no pueden extenderse más allá de los 18 años y que han de declararse al fisco. Políticas como la reducción de impuestos en gastos relacionados con el cuidado de los vástagos tampoco se contemplan. No extraña así que, en algunas comunidades, caso de Asturias o Galicia, el índice de fecundidad ya se ha abismado por debajo del hijo por mujer.
Por más que la conciliación laboral y familiar esté en la agenda del gobierno, con declaraciones de intenciones y buena voluntad será difícil conseguir progresos, así como es difícil explicar porque la media europea de ayudas es del 2,2 % del PIB mientras que la de España apenas alcanza el 0,52%. Una deficiencia que no habría que tomar por anecdótica y que puede hacer peligrar nuestra prosperidad futura. Aún estamos a tiempo de pedir que las cosas cambien y que las familias tengan acicates y respaldo para engendrar a su prole.