Haapsalu, el rincón hechizado de Estonia

Las aguas sumergidas tintinean con su acento metálico, el aire fresco y salino inunda los pulmones y en la ventana del castillo se condensa por un instante una espectral silueta. Podría ser la escena de un cuento gótico o una divagación ensoñadora de Joan Perucho. A fin de cuentas Haapsalu tiene mucho de ciudad fantástica y  los prodigios que depara no se limitan sólo al restablecimiento de la salud.

Sin embargo, a mediados del siglo XIX, en plena efervescencia de los establecimientos balnearios, fue precisamente la fama curativa de sus barros y la calidez de las aguas de su bahía la que atrajo a la aristocracia rusa hacia el que por entonces era un modesto puerto báltico. En su paseo marítimo, La Promenade como fue llamada en prenda del afrancesamiento de los veraneantes petersburgueses, discurría la vida de aquella sociedad ociosa y opulenta que dejó en Haapsalu su huella romántica: los spa de lujo, los restaurantes burgueses, los jardines de rosas, las casas de madera pintadas de colores y hasta una fantasmagórica estación de tren que debía recibir al mismísimo Zar y que nunca llegó a inaugurarse.

Hoy, esa estampa, entre encantada y un pelín decadente, tan propia de las ciudades balneario de toda Europa, parece restablecerse tras las vicisitudes que sufrió Estonia con la pérdida de su independencia en 1940 y el alojamiento en Haapsalu de una base militar en plena guerra fría. Quizás la vieja atmósfera se ha desvanecido un poco y la modernidad creciente de los hoteles, bien provistos de comodidades y de las legendarias saunas estonias, o los animados bares de corte moderno atenúan el aire hechizado y casi siniestro que debió tener en su día. Pero algo de él permanece como un eco y atrapa al viajero que se permita el placer de abandonarse en ella. Y resuena más vivo que nunca en los atardeceres y noches de agosto. Esos en los que según la leyenda son propicios a la aparición de la Dama Blanca en las ventanas del castillo episcopal. Y es que ciertamente, cuando la noche cae a plomo sobre el baluarte y los rumores del oleaje o el vaivén del viento que menea los árboles acarician el oído, es difícil sustraerse a los destellos que la luna llena hace bailar en las cavidades de algún torreón. Y uno no sabría decir si esa impresión misteriosa es real o un juego de los sentidos que la hermosa ciudad termal nos regala como un don.

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