El reino escondido del Tíbet

António de Andrade ya había alcanzado horizontes muy remotos cuando hacia 1624 se sentó en un palacio de Delhi en compañía de Jahangir, dipsómano e ilustrado emperador de los mogoles. Educado en la India, lejos de su Portugal natal, este jesuita Superior de la misión mogola, escucharía allí el prodigioso y sugestivo relato de un templo más allá de las altas montañas y de un reino de paz y sabiduría.

Conviene saber que en la tradición budista existe la leyenda de Shambala, un lugar místico y escondido al que sólo pueden acceder los puros de corazón y reserva espiritual del mundo que se hará visible cuando todo haya sido inundado por la guerra y la desesperación.
Seducido por esta mezcla de mito y realidad, António de Andrade, acompañado de su hermano Manuel y otro fraile de la Compañía emprendió con algunos peregrinos la ruta que había de llevarle hasta el Tíbet. Las penalidades que debió arrostrar incluyeron temperaturas extremas, impracticables pasos de montaña, males de altura, dificultades en el  suministro de alimentos y hasta la animadversión del Rajá de Srinagar, poco proclive a facilitar el tránsito de misioneros cristianos.

Por el camino de Hadwar ganaron la plaza de Badrinath, en los contrafuertes septentrionales del Himalaya. Luego, mediante las angostas gargantas de Mana sortearon las fabulosas cimas de la cordillera y descendieron hacia el Tíbet, para convertirse en los primeros occidentales documentados que lograron hollarlo. Y aún les quedaban por cruzar las desérticas planicies del Reino de Guge, abandonados ya por sus guías y sometidos a los rigores de las nevadas ininterrumpidas y la ausencia de refugio. Tres meses después de su partida alcanzaron Tsaparang, donde obtuvieron de su monarca el permiso para retornar y establecer una misión. Una esperanza que no tardaría en malograrse, pues la oposición de los monjes locales y de los jesuitas de Goa, la conquista del reino por otra dinastía y su posterior declive harían que aquella fuese abandonada hacia 1650.

Sin embargo, el arrojo de Andrade resistiría el embate del tiempo. Las páginas de su informe siguen considerándose un hito de la etnología tibetana y su figura, como diría en 1917 otro gran viajero de estas tierras, Sven Hedin, “permanece como un mojón en la autopista de los siglos (…), aquel que marca el punto de partida de la exploración del Tíbet.”

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