De común se viaja por el espacio, pero a veces se viaja también en el tiempo, como si se hiciese un corte transversal de los lugares y pudieran verse todos sus pretéritos estratos y superposiciones. Y hay ciudades en que esto sucede de un modo naturalismo, con una pasmosa facilidad. En Estambul, apenas se aparta uno de los barrios modernos y de las avenidas más bulliciosas, los espectros y los ecos de otros tiempos se multiplican.
Bizantyum, Constantinopla, Istanbul…la segunda Roma. Hay aquí demasiada historia acumulada y demasiadas reinvenciones como para que las cosas fuesen de otro modo.Aunque para encontrar esas otras ciudades haya que recorrer caminos insólitos, caminos de agua como el que remonta el estrecho del Bósforo para ver los restos desvencijados de las villas marítimas decimonónicas que van hundiéndose sin remedio a ambas orillas.
Porque la gigantesca urbe de 10 millones de habitantes se ha ido tragando a la vieja villa provinciana de principios de siglo, pero en ese progreso ha ido dejando decenas de residuos y vestigios. Ahí está por ejemplo el Fanar, el barrio de la burguesía griega que durante los cuatro siglos posterior la ocupación turca continuó prosperando con el amparo imperial, pero que a partir de 1922, con el establecimiento de la república de Mustafá Kemal fue despiadadamente asimilado. En el Fanar, sin embargo, y aunque ya en su estadio final de decadencia, aún siguen en pie algunas de aquellas mansiones de madera que ocuparan los comerciantes helenos y algunos cafés rotulados con caracteres griegos. También, en medio de tantas fastuosas mezquitas, se alza sobre una imponente colina, la sede del Patriarcado Ortodoxo y la escuela cada vez más vacía de los últimos descendientes de los primitivos fanariotas.
Son los restos del complejo entramado étnico que una vez albergó la capital otomana y que incluía también a poblaciones búlgaras, armenias, sefarditas, genovesas o venecianas, con sus respectivas parroquias y cementerios. Un mundo que el feroz impulso homogeneizador de la moderna Turquía ya hizo pasar. Algo más al norte del Fanar, por ejemplo, hay un símbolo de esa Estambul escondida: el barrio de las Blanquernas. En un sector abandonado de las murallas, empotrado entre huertos y ruinas, yacen unas torres de piedra, hoy cubiertas por hierbajos. Por unas pocas liras, algún joven del lugar nos prestara las llaves para que penetremos en lo que para asombro de cualquiera que vea su presente estado fue un día el centro del imperio bizantino, el hogar de los últimos Basileus que aquí eran coronados y vestidos con la púrpura, y donde Constantino XI Paleólogo combatió a los jenízaros del sultán Mehmet hasta el último aliento.
Éstos sólo son una parte de los destellos, aunque extremadamente reveladores y que incitan a melancólicas reflexiones, de esa Estambul secreta que va desapareciendo, pero que todavía enseña sus claras cicatrices y puntos de sutura, como el reciente Nobel de literatura Orhan Pamuk ha descrito de forma tan admirable.