El archipiélago milagroso

Lo separan de la costa chilena 680 kilómetros, pero se trata de un rincón tan solitario y aislado del mundo que sirvió de inspiración a Daniel Dafoe para su inmortal obra sobre un náufrago, hasta el punto que una de sus islas se llama Robinson Crusoe y otra de ellas Alejandro Selkirk, la figura real de la que se sirvió el escritor británico.

Y sin embargo no hay que imaginarse unas rocas peladas a la deriva. La estampa ubérrima y exuberante de tres islas tropicales capaces de albergar a más de cien especies endémicas, muchas de ellas únicas en el planeta, por no hablar de la riqueza de sus aguas, se ajustaría mucho más a la realidad.

Para llegar a Juan Bautista, capital de Robinson Crusoe y único enclave de cierto relieve de todo el archipiélago, hay que exponerse a tres horas de avioneta sobre el pacífico y a un aterrizaje virtuoso sobre una estrechísima franja de pista no asfaltada. Se trata del único lugar de este continuo de montañas y cortados, de túmulos volcánicos y acantilados apto para la maniobra. Desde allí, una lancha nos acercará al pueblo, agazapado en la bahía de Cumberland. La noción de estar en un linde de la tierra nos habrá ya empezado a tomar. Pero no se trata en ningún caso de un margen sombrío y ratonil, sino más bien de un edén feliz y acogedor en el que las normales prioridades y ritmos humanos se subvierten.

Pero Juan Fernández no es sólo una naturaleza virgen y triunfante, una mina de hallazgos biológicos o un festín para el submarinista. Es también una comunidad pequeña pero fiel y orgullosa de su historia, que conserva los hechos del pasado como si hubieran sucedido ayer mismo. Desde el mismo relato de aquel Selkirk que fue abandonado a su suerte en 1703 por amotinamiento y sobrevivió cuatro años hasta su rescate, al recuerdo del hundimiento del Dresden en la Primera Guerra Mundial y de cómo alguno de aquellos marinos alemanes se quedaron a vivir en las islas. El tiempo pasa más despacio aquí y las cosas tardan un poco más en disolverse en el olvido.

Quizás por ello, la mejor forma de acercarse a Juan Fernández es sin premuras y sin plan exacto de vuelta, dejándose alojar por alguna de las muchas casas particulares que prestan ese servicio al puñado de curiosos que gustan de conocer qué tiene esta tierra para que compense de vivir tan lejos de todo. Para descubrirlo, sin embargo, hay que exponerse a ir allí y a que ese mismo embrujo se apodere fatalmente de uno.

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