Corazón negro

Para los cazadores, especialmente para los europeos acostumbrados a la fauna apacible de nuestro continente y a sus dimensiones modestas, África ha sido siempre el Shangri-la de la cinegética, el territorio vasto y feraz de grandes presas en el que se prueba el verdadero temple de cada depredador. Impregnados del romanticismo de películas como Hatari! y de la era dorada de las expediciones de descubrimiento, son muchos los que han viajado al continente negro a la búsqueda de aquello para lo que el gran explorador Richard Francis Burton empleo el término en swahili que significa viaje: safari, una mezcla de cacería, aventura y encuentro con los horizontes infinitos de la sabana.

Sin embargo, la rapacidad de los furtivos o la explotación incontrolada de la fauna africana como medio de diversión o deporte puso en peligro a muchas de esos grandes animales que pueblan nuestros sueños de aventura, sean leones, elefantes, rinocerontes o más modestos ñus y antílopes. Y con el objeto de acotar esas prácticas insostenibles, se han creado cotos controlados, en los que el dinero por cobrarse piezas sirve para el mantenimiento del ecosistema y sus probadores, al menos en la medida en que lo permiten sistemas no siempre muy transparentes de gestión, o parques naturales en los que se viaja ya no por el placer de las armas, sino con objetivos más incruentos como contemplar y fotografiar a los animales y conocer a las tribus ancestrales de países como Kenya, Tanzania, Botswana o Sudáfrica.

Estereotipado ya como uno de los grandes géneros de viaje, el safari ha dejado de ser una opción muy exclusiva, solo al alcance de los muy pudientes, para encontrarse en ofertas de turismo para un público general y desarrollarse como una de las principales industrias de estos lugares. Y es que si bien, como cualquier tipo de viaje, un safari puede hacerse por libre, contactando con operadores en el destino y buscándose la vida, hay que ser un viajero muy rico o curtido para moverse con soltura por África.

La opción de contratar los servicios de antemano parece la más razonable. Pero dado que han proliferado las posibilidades alternativas que ofrecen las compañías especializadas, habrá que pensar qué, dónde y cómo es lo que más apetece.

Los clásicos, desde luego, no han perdido tirón: la reserva nacional de Masai Mara en Kenya, el parque nacional del Serengeti en Tanzania o el Kruger sudafricano siguen siendo los focos más concurridos y bien organizados turísticamente. Pero cerca de ellos han emergido propuestas como las de los safaris a pie de Tanzania, que permiten un contacto mucho más estrecho con el terreno y una cercanía a la flora y fauna realmente incomparable. Gente como la de Norman Carr lleva más de medio siglo organizándolos, pero enclaves como el South Luangwa National Park permiten planes y alojamientos para todos los presupuestos.

El Parque nacional de Chobe, en Botswana, es otro destino pujante y que se sale de los caminos más trillados. Ofrece la garantía de avistar a algunos de los cientos de elefantes que refugia o de los muchos hipopótamos que se bañan en sus aguas.

Aunque quienes de verdad buscan alejarse de lo más frecuentado y tópico –vamos, todo lo tópico que pueda haber en un viaje de por sí insólito y privilegiado- han encontrado en las planicies áridas de Namibia y en las selvas de Uganda dos de sus lugares de peregrinación. El parque Etosha namibio se precia de tener un entorno sereno y poco explotado, con muchas charcas en las que con suerte puede hasta verse algún guepardo y en el que habitan algunos de los postremos rinocerontes negros de África. Mientras, la reserva de Bwindi, ya reconocida como patrimonio de la humanidad, es el hogar de la mitad de los gorilas de montaña que hay en el mundo, además de tener una jungla virgen tan espesa como para haberse ganado el sobrenombre de impenetrable.

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