Con suela firme

Para muchos eran los rancios zapatos de una vieja generación de la clase media y trabajadora americana. O sencillamente se habían olvidado de ellos.  Fabricados de modo artesanal, eran sólidos, duraderos, pero cualquier cosa menos “a la moda”. Porque hace apenas tres años, su aura vetusta hacía presumirles un futuro nada halagüeño. De hecho, la crisis de 2008 parecía su sentencia definitiva: las pocas fábricas supervivientes en áreas tradicionales de producción de calzado como Wisconsin o Massachussets reducían plantilla y fiaban sus ventas en unos puñados de clientes fieles de toda la vida. Y de pronto, ágiles movimientos empresariales combinados con un súbito interés del público  provocaron un renacimiento que todavía asombra.

Los motivos por los que las rocosas botas de Red Wings, los zapatos de vestir de Allen Edmonds o los todoterreno de la Alden Shoe Company remontaron esa fea situación para convertirse en un referente para diseñadores y publicaciones especializadas no es sencillo de explicar. Se conjugaron varios factores, aunque según las opiniones avezadas, la misma recesión fue un factor determinante. Por un lado, cierto impulso patriótico que llevó a que la gente privilegiara las marcas nacionales antes que las extranjeras, y tuvo que recurrir a las pocas que habían aguantado en pie. Pero lo principal es que precisamente es en medio de una crisis cuando uno busca el máximo rédito a su inversión. Y por más que par de mocasines de piel o botas cosidas a mano de Quoddy puedan costar 400 dólares, el comprador sabe por experiencia que puede contar con ellos para mucho, mucho tiempo.

Y luego está la atracción creciente que muchas personas jóvenes sienten, en un mundo globalizado y serializado, por las cosas genuinas y cercanas, confeccionadas de forma personal, a pequeña escala, con métodos que aseguran que cada pieza es única. Y sin duda, el reclamo de fábricas más que centenarias, que cuentan entre sus méritos haber servido zapatos a la marina y al ejército americano durante la Segunda Guerra mundial, o sencillamente no haberse rebajado a producir peores calidades para aumentar su mercado, y que han vencido la tentación de la deslocalización, es muy poderoso.

Sin embargo, no solo se trata de sacar provecho de la nostalgia o de la empatía, y sin apartarse de una forma de hacer las cosas que a fin de cuentas es la que les ha ofrecido este inesperado resurgimiento, las marcas también tienen lugar para la innovación. Y es que como contaban el director de ingeniería de materiales y el patronista jefe de Allen Edmonds en un reciente artículo del New York Times dedicado a este fenómeno, hace dos años nadie allí se hubiese nunca imaginado que se probarían cosas tan innovadoras como poner cordones naranjas, porque el público al que dirigían su trabajo jamás hubiera dado salida a tales frivolidades. Hoy, dos años después, todo ha cambiado, aunque lo esencial permanezca.

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