Claroscuros en la ciudad de la luz

Los más aprensivos considerarán la idea de pasear por un cementerio como lóbrega y hasta morbosa. Pero quienes se han demorado por camposantos como los de la ciudad de París pueden desmentir tal extremo. De hecho, no es raro encontrar a quienes participan de ese gusto. Porque los cementerios de la capital francesa son una atracción turística en toda la regla.

Sus panteones cincelados, sus avenidas de cipreses y tilos, sus tumbas floreadas, sus impresionantes estatuas de ángeles piadosos y su bello aire lánguido no infunden temor. Más bien apaciguan y hacen pensar en la muerte como un reposo, como el término sereno de un hermoso viaje. Entre las escurridizas lagartijas que se filtran por las ranuras y el perfume de las plantas aromáticas el miedo a la parca queda postergado. Es el extraño embrujo y poder de esa postrera morada de tantos hombres famosos o anónimos.

El Père Lachaise es uno de los más conocidos del mundo. Contiene homenajes a los caídos en la I Guerra Mundial, a los brigadistas franceses de nuestra Guerra Civil y a los últimos defensores de la Comuna parisina de 1871. Pero su aureola bohemia, que atrae a esta colina a poetas y soñadores de toda la esfera proviene de tres tumbas en particular. El mausoleo en el que se pretende que descansen los restos de Abelardo y Eloisa, frecuentado por enamorados que dejan sus escritos, el sepulcro del poeta Oscar Wilde, que murió exiliado en Francia y el túmulo de Jim Morrison, siempre cuajado de ofrendas de sus devotos seguidores.

No menos evocador resulta el cementerio de Montmartre. Laberíntico, algo decadente y cubierto de malezas, conserva un aspecto acorde con las ensoñaciones de sus más celebrados inquilinos. El pintor simbolista Gustave Moreau o el escritor Theóphile Gautier no habrían podido dar con mejor sitio para dormir el sueño de los justos. También Stendhal y François Truffaut fueron enterrados en este recinto. La vecindad con el barrio artístico por antonomasia de París aún torna más intensa la experiencia.

Montparnasse cierra el triangulo de las grandes necrópolis de la ciudad del Sena. Se la considera el templo mortuorio de las mentes eminentes y de las gentes acaudaladas. Industriales como Citröen, ajedrecistas como el gran Alekhine o genios de la luma como Charles Baudelaire así lo atestiguan. Es tan nutrida la nómina que a la puerta del cementerio se puede conseguir un mapa para localizar todos las tumbas dignas de visita. Pero no hay motivos para azorarse: sus bien trazadas avenidas y divisiones más bien invitan al calmo vagabundeo y al olvido de las humanas tribulaciones.

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